Supongo que si siguen este blog les sorprenderá - o quizás no - que les confiese que llevo algunos meses sin ver casi nada de anime. Aunque sé que hay varias series importantes programándose ahora mismo, no tengo el impulso de seguirlas. No tanto por su calidad o no, sino por que en mi vida se han producido ciertos cambios que me impiden estar al tanto... y también porque, me temo, he despertado de ese enamoramiento por esta forma de la animación, que se me declaró hace ya casi veinte años. Otra afición que se me revela huera, me temo.
Pero centrémonos. Recordarán que les había comentando cuán insatisfactorias me habían parecido las revisiones modernas de Boogiepop Phanton (2000, Takashi Watanabe) y Kino no Tabi (El viaje de Kino, 2003, Ryūtarō Nakamura). Tanto, que no pude por menos que volver a ver las series originales, para comprobar si mi juicio original era correcto. Con cierto miedo, les confieso, ya que no es el primer mito que se me derrumba, dados los avances técnicos de la animación en estos veinte años, que invalidan muchos de los logros de antaño, mi tendencia intelectual a ensalzar lo que no lo merece, cuando me siento fascinado por algo, o la reiterada frecuencia con que descubro envoltorios vacíos en lo que creía estar rebosante de significado
Pues bien, Boogiepop Phantom se conserva de manera envidiable. El único pero que cabe hacerle es el técnico, ya que su animación, vista desde ahora, puede parecer simple, minimalista, pobre o sencillamente torpe, según de duros queramos ponernos. No obstante, esa tosquedad es en realidad un problema de falta presupuesto, puesto que en ciertas ocasiones ocurre algo bastante común en esas series antiguas: en una escena se echa el resto y el espectador se queda con la boca abierta, al toparse con una sección de calidad insuperable. Resulta por tanto aún más incomprensible como la nueva serie, Boogiepop and others (Boogiepop y otros, 2019, Shingo Natsume), a pesar de disponer de posibilidades técnicas insospechadas hace veinte años, no alcanza en ningún instante los niveles de profundidad filosofíca o de meditación inquietante que su predecesora.
Recordarán que este fracaso lo achacaba a esa infantilización del anime actual, que tiende a rejuvenecer el diseño de los personajes, haciéndolos más monos y adorables, cuando antes se procuraba darles aspecto de adultos, aunque fueran adolescentes. Proceso de muñequización, que a su vez se extiende a los argumentos, tornados inofensivos y rutinarios, reducidos a mero espectáculo de intriga o de combates, indistinguibles e impersonales. Sin atrevimientos ni audacias, mucho menos aspiraciones o pretensiones. Pues bien, unas cuantas búsquedas por la internet me han descubierto que el defecto de Boogiepop and others podría estar en origen, en las novelas baratas (o ligeras, en su acepción propia) en las que se basan las series. Boogiepop Phanton, en vez de adaptarlas - fotocopiarlas, como se hace hare - extrajo de ellas los personajes protagonistas, junto con el incidente que daba inicio a su peripecia, para luego trazar una historia del todo nueva. Intrigante e inquietante, turbadora y provocadora, gracias a tres aciertos.
El primero fue huir del tópico del héroe que lucha sin tregua contra los malvados, quienes buscan subvertir un orden que se supone justo y necesarios. Por el contrario, Boogiepop Phanton, se proponía como una crítica profunda del sistema educativo japonés, así como de la sociedad que lo propugnaba. En el mundo de Boogiepop, los adolescentes protagonistas están dramáticamente solos. Abandonados a sus propios medios, sin guías ni referencias, expuestos a perderse en cualquier recodo del camino. Rutas que, como en el relato de Caperucita Roja, atraviesan espesos bosques, en los que abundan los lobos. No de extrañar, por tanto, que la mayoría de ellos acaben refugiándose en paraísos artificiales, ya sea la droga, una Internet que aún no era tan omnipresente como ahora o el pasado idealizado de la niñez. Aunque, seamos justos, los hay que sí reciben ayuda de sus mayores, pero los efectos no dejan de ser menos deletéreos. Se les obliga a plegarse a las necesidades sociales, a abandonar cualquier sueño y transformarse en otro autómata más, sin personalidad ni ilusiones.
Este acierto temático se conjuga con una estrategia narrativa que busca subrayar la indefensión y la confusión de estos adolescentes. Aunque existan monstruos y héroes, el relato de su erradicación se deja en la penumbra, hasta llegar a hacerlo casi incomprensible. Lo que se pone en primer plano es el vagar de personajes secundarios por esos laberintos sociales sin salida ni escapatoria, pero ni siquiera eso se realiza de forma directa. El destino de uno de ellos puede no resolverse hasta varios episodios más tarde, mientras que pistas esenciales pueden haber aparecido mucho antes, como meras alusiones sin subrayar. La serie es así un inmenso rompecabezas que todo espectador debe esforzarse en reconstruir tras haberlo visto... sin saber si cuenta con todas las piezas o si pertenecen todas al mismo conjunto.
Por último, ese desmembramiento y dispersión narrativa, reflejo del desquiciamiento del mundo, se subraya también mediante medios visuales. La iluminación de la serie, excepto en el último episodio, es la de un crepúsculo continuo, de colores apagados, virados a los pardos, macilentos y malsanos, en las que las regiones periféricas de la pantalla aparecen desenfocadas. Se aumenta así la sensación de asfixia, de angostura, de claustrofobia, remedando ese vagar obsesivo de los protagonistas, encerrados en una cárcel del tamaño de una ciudad. Opresión visual que es también sonora, con músicas electrónicas que lindan con el ruido, agresivas, despiadadas, incluso inhumanas, en especial cuando se cuelan melodías famosas, reconocibles, pero distorsionadas al modo cruel y horrísono que conviene a ese infierno en la tierra que es Boogiepop Phantom.
Una serie que marcó un camino a seguir, pero que quedó sin transitar. Lástima.
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