Revisando Persona (1966) es fácil darse cuenta porque, para algunos, esta película es la obra maestra, por antonomasia, de Ingmar Bergman. No llegaré hasta ese extremo, pero sí coincido en que tiene categoría de hito, de antes y después en la filmografía de este cineasta. Con esta obra, Bergman va a llevar al extremo las conclusiones de su trilogía del silencio, alcanzando a la frontera que separa el cine narrativo del cine experimental. No continuaría por ese camino, quizá porque deseaba seguir comunicándose con su público, pero su exploración del silencio, de nosotros con Dios y entre los propios seres humanos, le llevó cerca de un punto de no retorno cinematográfico que, de haberlo cruzado, podría haber tornado casi invisible su obra posterior. Como sí ocurrió con Antonioni, quien realizaba por esos mismo años una exploración muy similar de los vastos territorios de la incomunicación, una búsqueda de una integridad sin fisuras que condujo, como efecto perverso, a que durante muchos años se menospreciase su importancia en la evolución de la cinematografía.
Volviendo a Bergman y a Persona, la historia que narra esta película es muy simple. Una actriz, suponemos que de renombre, interpretada por Liv Ulmann en su primera colaboración con Bergaman, se refugia en un mutismo inquebrantable que conduce a su internamiento en una institución psiquiátrica. Las razones no se revelan jamás, pero parecen estribar en su impotencia ante los horrores que los humanos se infligen entre sí, expresados en la Guerra de Viet-Nam, y la falta de cariño verdadero por el hijo que tuvo. Confiada al cuidado de una enfermera, encarnada por Bibi Andersson en su primer papel distinto al de joven inocente y casquivana, ambas mujeres se enclaustran en una casa de verano al borde del mar, con la intención de que el contacto humano lleve a la actriz a volver a comunicarse con sus semejantes. Sin embargo, en vez de mejorar la situación se degrada por completo, de tal manera que ambas mujeres comienzan a intercambiar sus personalidades, sus personas en el sentido primigenio de personaje, hasta que deja de saberse quién es quién. El final quedará abierto, inconcluso, abierto a todas las interpretaciones y posibilidades.
Hasta ahí, nada que señale la singularidad de esta película. En manos de otros directores, menos dotados, más acomodaticios, podría haber derivado en un convencional relato de terror, basado en el susto repentino y en el efecto barato. Sin embargo, bajo la dirección de Bergman, la pelicula deviene un tour-de-force visual, marcando una frontera que no se puede cruzar con impunidad. En primer lugar, Bergman lleva el cine de cámara que había ido depurando en la trilogía del silencio hasta su absurdo lógico. Durante la mayor parte del metraje sólo hay dos personajes en escena, los interpretados por Andersson y Ullmann, con el agravante de que uno de ellos, el de Ullman, sólo pronuncia una frase en toda la película. No se trata ya del inmenso reto interpretativo que supone para ambas actrices, la una forzada a expresarse sólo con su rostro y su cuerpo, la otra hablando continuamente al vacío, enfrentada con un silencio y un rechazo impenetrable, sino de la dificultad de hacer avanzar una narración que no se sustenta en nada tangible. Sin que exista el recurso, como en el cine mudo, de recurrir a intertítulos explicativos.
Bergman, por otra parte, no busca difuminar la extrañeza de esa situación, sino que la subraya. Al igual que el personaje interpretado por Ullman ha decidido desconectarse del mundo, la película, durante largas secciones, se embarca en largos excursos, en repentinos insertos, que parecen disociados de la narración principal. Son secciones que recuerdan los collages visuales, los found footage recosidos, que otros artistas visuales experimentales, como Bruce Conner, estaban componiendo en esa misma época. En el caso de Bergman parecerían expresar el estado de confusión y azoramiento de la actriz enferma, incapaz de sobreponerse a la inundación de estímulos visuales consustancial a la civilización moderna, en donde se mezclan, sin posibilidad de filtrado, mucho menos de defensa, la crueldad con la bondad, la tragedia con la comedia, lo banal con lo transcendental. Estado de quiebra completa, de cuerda rota por haber sido tensado demasiado, que se transfiere luego a la propia enfermera, como apuntaría la secuencia ilustrada arriba, en que el celuloide se quiebra y arde, para ser sucedido por una serie de imágenes desordenadas, separadas por fotogramas en blanco, el silencio de la imagen.
Audacias que no se reducen a collages o excursos inconexos. Con la ayuda inestimable de Sven Nyquist, Persona es una demostración en imágenes de que rodar en blanco y negro no es quitar el color. Hay instantes en que fotografo y director parecen haber buscado el límite de lo que se puede conseguir en ese formato, bien sea trabajando con un rango limitadísimo de grises, casi confundido con el propio grano del celuloide; bien jugando a contrastar al máximo, sin que ninguna de las regiones quede sub- o sobreexpuesta, sino que permanezcan siempre legibles. Decisiones estéticas que en ningún caso son arbitrarias, ya deberían saberlo, sino que en todo momento expresan las relaciones de dominio entre ambos personajes, con una Ullmann cada vez más crecida frente a una Andersson en continua retirada.
Expresadas, incluso, en las ropas que ambas visten, que en el caso de Ullmann llegan a recordar a la muerte de Det sjunde inseglet (El séptimo sello, 1957). Si sólo porque ambos personajes buscan quebrar la resistencia de su antagonista.
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