Se acaba de abrir, en el MNCARS, una retrospectiva dedicada a Rogelio López Cuenca, artista conceptual español, cuya obra se extiende a caballo del siglo XX y el XXI. Como ya sabrán, el arte conceptual rehuye los aspectos estéticos del arte, que se consideran secundarios, incluso prescindibles, para centrarse en los político-ideológicos. Lo importante es el mensaje, al que se supeditan todos los elementos, sin que esto quiera decir que se conforme con ser panfleto o manifiesto. Lo que se intenta, normalmente, es crear una paradoja visual que ponga en tela de juicio la convicciones, tenidas por inconmovibles, de nuestra sociedad. Sólo así, con la denuncia de sus contradicciones, evidentes y al mismo tiempo invisibles, es posible articular una solución a nuestros problemas, emprender el camino que lleva a ella, de ordinario vedado por esas mentiras convenientes.
No obstante, todo arte conceptual se enfrenta a un grave riesgo: tornarse críptico, autista, como la abstracción intelectual contra la que se rebeló. Extraño destino para un modo que es eminentemente político, pero que en demasiados casos acaba siendo contemplado con indiferencia por el mismo público al que quiere incitar a la acción. Nadie ha compartido la broma con el espectador, para quien los objetos representados, resiginificados, no adquieren otro sentido que el que les es propio, sin apuntar al verdadero blanco deseado por el artista. No es así en el caso de López Cuenca, cuyas puyas son claras y certeras, al menos para un español, o por extensión un europeo, de estas últimas décadas.
El objetivo de este artista es claro. Vivimos en un proyecto político, el de la Unión Europa, que presume de haber construido una sociedad respetuosa con los derechos humanos, justa e igualitaria a partes iguales, y que se enorgullece de su tradición cultural, tanto filosófica como artística. Frente al primer aspecto, este artista señala como Europa se ha ido constituyendo en fortaleza, rodeada de muros y fosos que le protegen frente a un tercer mundo que se ve como amenaza, tsunami humano incontenible que romperá cualquier barreras, anegando el continente, aniquilando su identidad propia. En lo que respecta a la superioridad cultural, la realidad es que ésta se banaliza cada vez más, convirtiendo arte y pensamiento en mercancía, en quincallería kitsch de la de colocar en la repisa, en la que se han limado y eliminado los aspectos más incómodos. Aquéllos que llamarían a la revuelta y la revolución.
La estrategía que López Cuenca utiliza para conseguir esos fines es muy sencilla y al mismo tiempo efectiva. Por ejemplo, presentar una imagen icónica, asociada con un contexto de injusticia y violencia, pero disfrazada con los ropajes de la publicidad. Su efecto primigenio, que podría haber quedado embotado con su fama, es así reforzado, revitalizado, volviendo a golpearnos con la intensidad que tenía en inicio. Otra forma es tomar símbolos cotidianos, como la señalización viaria, en principio sin otro significado que el de su función específica, para injentarles otras imágenes muy distintas, de nuevo las de la violencia y la injusticia. Como en la imagen que abre esta entrada, en la que la figura de un antidisturbios en una carga se mezcla con la de los carteles de entrada a la Unión Europea. Descubriendo el racismo y la xenofonia que en ella anida.
No es la única exposición política que se puede visitar en el MNCARS. Unas pocas salas más allá está la dedicada a la revista peruana Amauta, publicada en la segunda mitad de la década de 1920. Fue un proyecto efímero, muy limitado en su alcance, pero que ilustra un fenómeno crucial, pero poco conocido: la transmisión de los logros de la vanguardia en territorios muy alejados de sus núcleos principales. En ese esfuerzo de propagación era inevitable que esos materiales se mezclasen con los substratos culturales de los países de recepción, distintos de los originales. En el caso de América, la necesaria reivindicación de la herencia indígena, explícita en el propio nombre de la revista, nombre quechua que significa maestro, además de la urgente denuncia de las desigualdades sociales del continente, tan acuciantes entonces como ahora, casi un siglo después.
¿Interesante? Sin duda, como siempre que el MNCARS trata de iluminar esas regiones periféricas de la vanguardia. ¿Reveladora? No mucho, fuera de la mención a algún artista inclasificable como el argentino Xul Solar, fascinante en su terco aislamiento e independencia de cualquier corrientes. Constructor de una obra cuyos cuadros individuales se asemejan a ventanas a un mundo de una riqueza inagotable, de extrañeza acogedora.
Y luego tenemos el montaje de Albert Serra, el enfant terrible del cine español, donde en una doble pantalla se recrea una orgía en los bosques de, suponemos, el Marqués de Sade, a ratos explícita, a ratos alusiva, pero siempre como si con nosotros no fuera la cosa, o como si fuéramos voyeurs a los que el espectáculo les pillase por sorpresa.
Dada mi ignorancia de la obra de Serra, casi que prefiero no pronunciarme.
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