Con Tystnaden (El silencio, 1963), se cierra esa trilogía oficiosa, sobre el silencio de la divinidad y la soledad del hombre, que se abrió con Såsom i en spegel (Como en un espejo, 1961) y continuó con Nattvardsgästerna (Los comulgantes, 1962). Es habitual que en estas trilogías fílmicas se noten signos de cansancio en la tercera de las entregas. Así, la última de las Qatsis, Naqoyaqtsi (2002) de Godfrey Reggio desmerecía en mucho a sus dos hermanas mayores. Incluso un cierre tan esplendido como Rouge (Rojo, 1994) a los Trois Couloirs (Tres colores) de Kieslowski se ha visto como un signo de la falta de ideas que llevó a este cineasta a apartarse del ejercicio de su profesión. En otros caso, como en la trilogía de Apu de Satjavit Ray, el aparente tono menor de la segunda parte servía como trampolín para ascender a alturas mayores en el cierre.
Tysnaden, como suele ocurrir en el caso de Bergman, es una excepción. Todas las películas de la trilogía se hallan a un altísimo nivel, sin que pueda decirse que una es peor o mejor. Asímismo, no se notan síntomas de cansancio en la última entrega, a lo sumo el saber que con ella ya se ha contado todo lo que se quería contar de ese tema. Es más, con Tysnaden se adentra en el territorio de la abstracción y casi la experimentación, preludiando lo que conseguiría unos pocos años más tarde con Persona (1966), otra de sus obras maestras y, para algunos, la obra maestra sin discusión de este cineasta. Para que se hagan una idea de lo audaz, transgresora y rompedora que esta obra podía parecer a un espectador de su tiempo basta un ejemplo. Cuando yo la vi por primera vez, en los años ochenta, en la época fundacional de mi cinefilia, no había perdido nada de su fuerza. Fui incapaz de dilucidar lo que estaba ocurriendo allí, ni el sentido de las miradas, las actitudes, los desaires y desprecios. Las soledades yuxtapuestas, en definitiva.
Sin embargo, el fundamento narrativo de Tysnaden es muy sencillo, casi banal. Dos hermanas - ¿o son realmente amantes y no se nos podía contar? -, acompañadas por el hijo de una de ellas, llegan a una ciudad de centroeuropa. Allí parece estar fraguándose un golpe de estado, una revolución o una guerra, sin que llegue a saberse con seguridad, dado que los protagonistas - y los espectadores con ellos -, desconocen por completo el idioma. Aislados y sin poder comunicarse con los habitantes, cada uno se refugía, se encastilla y parapeta, en su propio mundo interior, en su soledad protectora. El niño vaga sin rumbo por los pasillos interminables del hotel donde se alojan, siempre desprovistos de cualquier presencia humana. Una de las hermanas, gravemente enferma, casi en estado terminal, se esconde en la habitación que han alquilado, rumiando y revolcándose en la consciencia de su muerte cercana y la certeza del desprecio irreconciliable que por ella siente su hermana. Ésta, por su parte, busca huir del contacto con su hermana, cuya presencia no puede tolerar. Sale a las calles de la ciudad sin tener destino ni objetivo: pretende embotar su sensibilidad anegándose de multitudes, ofuscar su mente embarcándose en relaciones pasajeras, que incluso le sirvan de arma contra su hermana.
La premisa, dado que Bergman siempre fue un cineasta narrativo, es esencial a la hora de crear el clima asfixiante de la película, además de transmitir los contenidos ideológicos con los que el director estaba obsesionado en aquella época. En concreto, esa soledad infranqueable entre los seres humanos, cuyas relaciones no pasan de ser malentendidos pasajeros, breves roces que al final conducen a conflictos inevitables, a rupturas irreparables, a odios perennes. Sin embargo, no hay que olvidar que Bergman fue, ante todo, un cineasta eminentemen visual. Alguien capaz de construir todo un aparato de imágenes con sentido y utilidad precisos. No sólo al servicio de un texto, sino capaces de descubrir y hacer patente aquéllo que la letra calla o, simplemente, no sabe expresar.
Así, ese silencio del título, trasunto del de Dios y del que los humanos utilizamos de manera hostil con nuestros semejantes, se convierte en la esencia de la película. Apenas se habla, porque los personajes ya se lo han dicho todo antes, o porque no tienen nadie con quien hacerlo, mucho menos los habitantes de un país desconocido y refractario. Los diferentes pasados, que pesan como lastre abrumador, quedan así cubiertos por un cristal opaco, del cual sólo se trasluce rencor y desengaño, aversión y repulsión. Subrayados, en todo momento por la manera en que Bergman retrata a cada personaje, siempre alejados los uno de los otros, separados por puertas, pasillos, paredes, muebles habitaciones enteras, que no se molestan en franquear, sino es para herir y vengarse. De ofensas reales o imaginadas.
Cada uno, además, personalizado en su soledad y su autismo. La hermana agonizante, siempre perdida y aislada en su aposento, demasiado amplio para ella, demasiado desprovisto de los útiles de su trabajo, donde nadie, casi nunca, se atreve a entrar, si no es por razones utilitarias. La otra hermana, siempre visitante, espectadora, incluso espectáculo, de lugares abarrotados, agobiantes en sus multitudes siempre en contacto los unos con los otros, sola a pesar de estar acompañada, pero de armada con una soledad desafiante. El niño, por último, siempre en espacios vacíos, con la cámara a la altura de sus ojos, que no alcanza a comprender, ni ella ni el, los combates silenciosos que se entablan a su alrededor.
Y el sexo. Y el deseo. Omnipresentes e insoslayables. Ya sea en solitario o en compañía. Determinando todo lo que piensan los protagonistas adultos, siempre usado como medio de venganza. Porque nunca antes lo había representado Bergman con tanta crudeza, en su necesidad absoluta y en la suciedad que lo acompaña.
En el poder que tiene sobre nosotros, para doblegarnos y quebrarnos.
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