martes, 16 de abril de 2019

Inocencias (I)




















































Durante el último tercio del siglo XX el anime fue descubierto varias veces en Occidente, antes de llegar a convertirse en un fenómeno de masas a finales de los años 90, tras el impacto que produjeron series como Evangelion (1995, Hideaki Anno), Lain (1998, Ryutaro Nakamura) y Cowboy Bebop (1998, Shinichiro Watanabe). Hasta ese instante, hubo resurgencias continuas, causadas por series y películas singulares. Incluso, durante los últimos setenta y primeros ochenta, gran parte de la animación europea televisiva era realizada por estudios japoneses, dotándola de cierto aire exótico que llegó incluso a convertirse en marca de origen.

Sin embargo, el primer contacto se produjo a primeros de los setenta, con series como Marco y Heidi, destinadas a un público infantil, así como con otras que buscaban un público más adulto, como Gatchaman (Hisayuki Toriumi, 1972), llamada aquí La batalla de los planetas o el mismísmo Mazinger Z (Go Nagai, 1972). Todas ellas compartían, aparte de una animación un tanto primitiva, una confesa inocencia. Sus historias no pretendían ir más allá del consabido conflicto entre buenos y malos, ni plantearse complejos dilemas morales o problemas sociopolíticos. Al final de cada capítulo se producía la victoria de los malos, la derrota de los buenos, quedando todo preparado para el siguiente episodio en que se volvería a empezar como si nada.

Su falta de pretensiones, su conciencia de ser sólo un producto de entretenimiento, casi de usar y tirar, les llevaba a no complicarse mucho con las historias, los desarrollos y los desenlaces. Algo muy de agradecer, aunque parezca paradójico, en especial cuando se compara con un tiempo como el nuestro, en que cualquier producto comercial se siente de importancia capital, dispuesto a darnos una lección sobre el mundo, la existencia humana y el futuro de nuestra especie. Quizás, por esa misma inocencia sin complejos, ha ocurrido que muchos de esas series y películas de antaño, sin parar mientes en su calidad, han acabado por formar parte de la conciencia colectiva. Recuerdos comunes que admitimos como propios, aunque no nos planteemos volver a verlos. E incluso, como era mi caso, cuando nos repelían siendo niños.

Esta larga introducción viene a cuento para que entiendan mi postura ante Galaxy Express 999 (1978), un anime con categoría de clásico, basado en el manga homónimo de Leiji Matsumoto y dirigido por uno de los grandes nombres de esa escuela de animación, Rintaro. Pues bien, digamos que tengo sentimientos encontrados. La historia se inscribe en el universo que Matsumoto creo alrededor del Capitan Harlock, pirata de un futuro de ciencia-ficción que en realidad era una excusa para un relato de aventuras. La película, no obstante, no necesita un conocimiento previo de las historias anteriores, sino que se estructura alrededor de las andanzas de un personaje nuevo, el joven Tetsuro, quien, en busca de venganza por el asesinato de su madre, se embarcará en el expreso homónimo con una misteriosa mujer, de nombre Maetel. En el camino, por supuesto, aparecerán los personajes del universo Harlock, pero aparte de servir de guiño al aficionado, no lastraran demasiado la narración, firmemente anclada en la pareja protagonista.

El gran problema es, a mi ver, que a la animación y a la historia se le nota demasiado su edad. La narración tiene esa inocencia simplona, desprovista de sofisticaciones, que era común en el anime de los años setenta, además de mostrar cierto apresuramiento inevitable debido a tener que adaptar un manga entero en apenas dos horas. Por su parte, la animación se hallá desprovista de la brillantez y el lucimiento al que nos ha acostumbrado el ordenador. Sin embargo, si se hace abstracción de esa tosquedad, es posible darse cuenta de la riqueza y la sensibilidad con que Rintaro construye las reacciones de sus personajes - las capturas de arriba son un pálido reflejo -, además de conseguir interpretar, animándolos a la perfección, unos diseños de personajes que ya eran sobresalientes en  origen. Marsumoto siempre se ha caracterizado por la belleza y personalidad de sus personajes, además de dotarlos de una madurez y un empaque que contrasta con la infantilización del anime contemporáneo.

Por otra parte, a pesar de su inocencia, la historia no deja de tener su atractivo. Hay una clara melancolía que apunta al final inevitable de todo lo humano, incluido los propios héroes. La muerte y el envejecimiento son así presencia constante, incluso en la forma en que se las combate, consistente en el abandono del cuerpo y su substitución por la máquina. Proceso que, de manera perversa, conduce a una deshumanización creciente e imparable, expresada en la discriminación y marginalización de aquéllos que aún conservan su cuerpo original, sea por la razón que sea, a quienes incluso se les somete a una caza despiadada.

Es por ello, por esa melancolía y ese humanismo en su historia, por esa gracia y acierto en su animación, que la película se sobrepone a sus defectos y torpezas. En la memoria quedan varias escenas de gran impacto emocional, lo siempre las de mayor espectacularidad. Además de concluir con un auténtico tour-de-force para  los medios de la época, muy similar, en su construcción e intenciones al que cerraría otra gran obra mucho más posterior, el Metropolis de 2001, dirigido también por Rintaro.

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