sábado, 17 de enero de 2015

Polos Opuestos

Retrato de Miss R, Alvin Langdon Coburn
Como sabrán, mi manía de visitar las exposiciones dos veces y no comentarlas hasta la segunda visita, provoca que mi reseñas siempre aparezcan cuando ya no hacen falta: cercanas a las fechas de clausura o ya clausuradas. Incluso ocurre que, dada la cantidad de muestras que coinciden últimamente en el panorama expositivo madrileño, tengo que componer pequeños cuadrantes para asegurar que no soy yo el que vaya a perdérselas.

Así, el sábado pasado visité dos exposiciones muy distintas, casi in extremis. Primero, la llamada Impresionismo Americano, abierta en la Thyssen. Luego, la Alvin Langdon Coburn en las salas de fotografía de la Mapfre. Una, típica de una institución que sólo sabe seguir caminos trillados, mejor dicho, aquellos que le granjean visitantes e ingresos; la otra empeñada en ilustrar fenómenos artísticos un tanto en la penumbra o simplemente desconocidos para el aficionado medio.

Pero para saber cuál es cuál tendrán que seguir leyendo tras el salto.

Como podrán haber adivinado, la fundación que intenta salirse de los caminos trillados es la Mapfre, especialmente en su sección fotográfica. Casi podría decirse que se haya inmersa en una loable tarea, a muchos años vista, de divulgar la obra de los grandes nombres de esa forma, normalmente olvidados para el aficionado de cierta edad, para el cual las artes plásticas se reducían a las tres clásicas. Tal es mi caso, no quiero engañarles, el un conocedor ignorante de las formas nuevas, por lo cual debo agradecer sinceramente a la Mapfre haber ampliado mis horizontes, al descubrirme la obra de magníficos fotógrafos, que en nada desmerecen a sus homólogos de otras artes.

Mi último encuentro ha sido con Alvin Langdon Coburn, fotógrafo de cortísima trayectoria, prácticamente de 1909 a 1917. Década en la que no sólo se colocó en la vanguardia de ese arte, sino que se puede decir que cambió las reglas en las que este arte se expresaba.

Paisaje, Alvin Langdon Coburn




Este cambio, curiosamente, se realizó indagando en ua camino que durante mucho tiempo después pareció prohibdio o al menos poco digno para la fotografía. Tras la eclosión del fotoperiodismo en los años 30, este arte parecía haber quedado limitado simplemente a la captura del instante tal y como se ofrecía, de manera fugaz e irrepetible, al ojo del fotógrafo. Un ejercicio de sinceridad y pureza, para el que toda manipulación era sencillamente una traición, que llegó a transmitirse a otra artes hermanas como el cine, para las que aún sigue siendo la piedra de toque, la esencia irrenunciable, mientras que en la fotografía hace ya mucho que se abandonó, o al menos pasó a ser una manera más.

La manera de Coburn precisamente, no puede calificarse de otra manera que intervencionista. Una vez capturada la instantánea, este fotógrafo la reelaboraba en el laboratorio, retocándola, oscurenciéndola, tintándola, en un uso que tenía mucho de pictoricista, de la fotografía considerada como pintura capturada,. Un uso bastante común en el pasado de esta forma, hasta el punto que esas fotografías manipuladas se nos aparecen como viejas y antiguas, pero que en el caso de Coburn era esencial y radicalmente moderno.

Modernidad que se basaba en que lo cotidiano y anodino, el paisaje sin rasgos distintivos, completamente anodino, las perpectivas urbanas sin personalidad, propias de una postal, de repente se transfiguraban, adquirían una condición de irrealidad que nos transportaba a un mundo nuevo, irreconocible, fascinante. En ese ejercicio de destilación y transmutación, Coburn no tenía miedo a olvidar las lecciones aprendidas, esos condicionantes que todo fotográfo aprende a respetar, mal que bien, para aceptar e incluir en sus fotos errores y torpezas como el desenfoque, la sub- y sobreexposición, el encuadre mal afinado, o los contrastes extremados.

Defectos que en manos de un aficionado sólo serían indicios de falta de profesionalidad, pero que para Coburn era la puerta entreabierta hacía mundos misteriosos, apenas vislumbrados, que le llevarían finalmente a convertir la fotografía en lo que parece imposible que sea: pura abstracción, juego de luces y sombras del que se ha borrado cualquier atisbo de tema u objeto. De literatura, en suma. Un viaje, el de Coburn, que por sí solo ya es asombroso, pero que lo es más aún si pensamos que tiene lugar antes de la primera guerra mundial, justo cuando la vanguardia pictórica acababa de estallar, apenas negocio de unos pocos excéntricos, y  que se produce en el exiguo periodo de una década.

Ascensión hasta lo más alto, hasta consumar y agotar sus presupuestos de partida, que puede explicar porque Coburn abandonó paulatinamente esta forma a la que había abierto nuevas vías. Quizás, paradójicamente, porque pensara que ya no se podía ir más lejos.


Vortografía, Alvin Langdon Coburn

Frente a la obra de Coburn, la exposición de la Thyssen parece casi prescindible. No porque no sea interesante estudiar la pintura americana del último cuarto del XIX, sino porque, como en otras ocasiones, el museo Thyssen ha intentado capitalizar el atractivo del adjetivo impresionista, creando un cajón de sastre en el cabe todo. Así, frente a artistas realmente implicados con el movimiento, como Mary Cassat, personalidades inclasificables, como Whistler, o curiosos descubrimientos, como el de Twatchmann, se añaden otros pintores que en realidad no pasan de ser cronistas sociales que utilizan una ténica nueva que ya ha dejado de ser revolucionaria y polémica, como es el caso un poco de Sorolla.

Una comparación entre seguidores y sus maestros, en la que los primeros no pueden evitar quedar en mal lugar, que la exposición viene a confirmar, me temo que sin pretenderlo. No se puede poner un paisaje de Monet, esa verdad visual que no niega ni oculta el artificio de la técnica pictórica con que ha sido plasmada, al lado de cualquier pintor, sin que éste se vea derrotado. Más cuando se nota claramente que el pintor con quién se compara no es más que un imitador, muchos niveles por debajo del maestro, como es del caso de Sargent o Brek.

Sin contar aquellos  otros artistas que directamente toman prestados - por no decir palabras peores - elementos de obras maestras de los primeros impresionistas y directamente los pegan en sus obras de muchas décadas después. En un tiempo finisecular, no lo olvidemos, que el impresionismo ya no era polémico ni transgresor, sino algo que estaba de moda y daba prestigio... y por cuyas obras se empezaban a pagar elevadas sumas.

La Tormenta, Childe Hassam

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