domingo, 17 de noviembre de 2019

Esperando a que tiren la bomba (y I)

















































Ya sabrán que mi fuerte no es el optimismo -si lo fuera, Bergman no me interesaría tanto-, así que, tras el paréntesis vitalista del cine de Demy, he decidido comenzar un proyecto que me llevaba largo tiempo rondando la cabeza -y que si cierta revista de cine no hubiera cerrado sus puertas, se hubiera publicado allí como artículo-. Se trata de revisar aquellos filmes que han tenido como tema el holocausto nuclear. De forma explícita y como centro de su peripecia, sin que quedase enterrado bajo en complejas alegorías o reducido a mero elemento decorativo. Faltarán varias obras esenciales, en especial del antiguo bloque soviético -por ejemplo Las cartas de un hombre muerto (Pisma myortvogo cheloveka, 1987), de Lopuchansky-, pero la disponibilidad -ya sea en soporte físico o via streaming- es la que es.

No les oculto que el tema de la guerra fría, el holocausto nuclear, la doctrina del MAD (Mutual Assured Destruction) me fascina por razones personales. Yo viví, de adolescente, el último recrudecimiento del conflicto entre las superpotencias, a principios de la década de 1980. En ese tiempo llegué a estar convencido de que mi vida sería corta, sin que se me permitiera llegar a la edad adulta. Alguien, en uno bando u otro, no importaba cuál, apretaría el botón nuclear, desencadenando una lluvia de misiles sobre Europa. Los que tuviéramos suerte, seríamos convertidos en polvo nuclear. Los que no, agonizaríamos durante semanas, como mucho meses, en un mundo cubierto por el sudario del invierno nuclear, pereciendo de contaminación radiactiva, frío, hambre... o a manos de otros.
Supongo que para las generaciones jóvenes, las nacidas en esa década y posteriores, ese clima de terror, de paranoia les debe resultar incomprensible. Tan lejana y ajena como a nosotros nos parecían los bombardeos, las batallas sin cuartel, los exterminios de las guerras de la primera  mitad del siglo XX. Sólo las conocíamos mediante el testimonio de nuestros mayores o a través de las películas, de manera que, por esa distorsión del superviviente, en muchos casos se quedaban en relato de aventuras, superación del que se salía fortalecido, incluso redimido. Muy distinto era vivirlo día a día, como era mi caso, con el miedo que iba royendo lentamente. Para que se hagan una idea, cada dos por tres, en los periódicos se publicaban simulaciones de lo que ocurriría si tirasen una bomba nuclear -no muy grande, apenas unos pocos megatones- al lado de tu ciudad. Yo llegué a aprender de qué dirección, vista desde mi terraza, vendría el destello nuclear, además de sí mi zona sería de las aniquiladas al instante o en las que habría algún porcentaje, aunque pequeño, de supervivientes.

La película con la que he comenzado este ciclo resume bastante bien esa paranoia, unida a la impotencia paralizante, el fatalismo insuperable, que producía la eterna espera. Se trata de When the Wind blows (Cuando el viento sopla) rodada en 1986 por Jimmy T. Murakamy, basado en en el libro ilustrado para adultos de Raymond Briggs. Se trata de una obra de una clara intencionalidad política, explícita desde el inicio, cuando se muestran imágenes del despliegue de misiles Pershing americanos en Europa Occidental. Un hecho, acaecido en ese último crepitar de la Guerra Fría, que llevó a un renacer del movimiento pacifista. Durante meses, manifestaciones, concentraciones y acampadas hicieron todo lo posible para que esos misiles fueran desplegados, lo que convertiría a las poblaciones cercanas en un objetivo prioritario soviético, en caso de guerra. Better red than dead, que se decía entonces.

Tras esas imágenes documentales, la narración de la película se centra en una pareja de ancianos, quienes siguen a rajatabla las instrucciones de los servicios gubernamentales de protección civil,  sobre como sobrevivir a un ataque nuclear. Esos preparativos ocupan el primer tercio de la película y pronto resulta evidente que son improvisados, inadecuados para lo que se vendría encima en caso de guerra. No están pensados para protegerla, sino que Sson sólo un medio para tranquilizar a la población, hacerles creer que podrán sobrevivir si son obedientes y aplican esas sencillas normas, pero poco más, siendo su verdadera intención evitar que se produzcan disturbios ni tumultos. Sólo funcionan en un clima de ignorancia y de desinformación sobre los verdaderos efectos de una explosión atómica, mantenido con premeditación por los gobiernos, temerosos del surgimiento de una oposición. También con gente como estos dos ancianos, que observan la guerra nuclear desde la perspectiva de la Segunda Guerra Mundial. Sin darse cuenta que el espíritu de resistencia, perseverancia y sacrificio de aquel tiempo es inservible cuando una sola bomba puede exterminar a millones de personas.

De hecho, esa misma ignorancia, ese pensar que la nueva guerra será igual a la anterior, llena de gloria y victoria, les hace exponerse a riesgos que desconocen - como cuando recogen el agua de lluvia que cae justo tras la explosión nuclear-, para acabar muriendo sin saber el porqué, mientras que el espectador reconoce los síntomas claros de una exposición radiológica. No es una película optimista, ni pretende serlo, sino dejar bien claro que en caso de una guerra nuclear total, todos estamos indefensos y estaremos condenados. Hagamos lo que hagamos.

Esto desde un punto de vista político. Desde un punto de vista estético, la cinta sorprende por su variedad de estilos de animación. En la peripecia de los dos ancianos, se adopta un estilo realista, subrayado por el hecho de que sus figuras en 2D - como diríamos ahora- se mueven por un decorado tridimensional. No obstante, ese realismo no evita que la cinta se permita florituras en los muchos excursos que la jalonan. En especial las fantasías en las que se pierden los personajes -o se consuelan, a medida que la situación se torna cada vez más tétrica-, así como las ilustraciones de la guerra pasada, de cuyo recuerdo se han borrado todas las miserias y calamidades, para dejar sólo la épica y los héroes. 

Y en especial, la descripción aterradora del momento de la explosión nuclear, que he intentado ilustrar arriba con unas pocas - y pobres- capturas.

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