Antorcha en mano, como un centinela,
la noche se pasea por la ciudad dormida.
En las casas de luces fabulosas,
todos reparten besos de buenas noches.
Entre quejas y a oscuras suenan las bajantes,
por las gotas de lluvia encantadoras.
La tenue luz de las farolas
se desliza en lejanos y empedrados pasajes.
Una hermosa mano abre una puerta suavemente,
corre por la calle el brillo de unos ojos febriles.
No hay luz en la avenida, no resuenan los pasos
de los transeúntes en lo oscuro, detrás de las fachadas.
El viento aparece en el camino, desnudo y perfumado,
La lluvia extiende su cuerpo en el vestíbulo.
En la mudez de la casa sus alientos se enredan
y cantan inspirados, emocionados, estremecidos…
En el camino de la noche, los ojos se posan, expectantes.
Clama el arroyo: “¿Quién es su amado?”.
Las ramas de los árboles susurran al oído:
“Me temo que aquí, entre los presentes,
no está su amado”.
La calle está apagada, no retumba en lo oscuro
el paso de ningún caminante tras el muro.
Surcando los cielos, con ánimo abatido,
la nube se transforma en una gris columna de humo.
¿Para quién reirá la magia de sus ojos?
¿En qué labios sus labios buscarán los besos?
¿Qué melena desenredarán sus manos?
¿A quién, en la intimidad, ya borracho,
le contará sus cuentos?
¿Por qué me empeño en este tantear a oscuras?
¿Por qué despierta espero, una vez y otra vez, su llegada?
¿Acaso algún amor ha perdurado en el pecho de un hombre?
No… no volverá conmigo. Nunca.
Un rostro se pierde en las tinieblas.
El viento da un portazo.
Un muerto, en el fondo de su tumba,
de la esperanza mundanal, de la absurda esperanza
se carcajea.
la noche se pasea por la ciudad dormida.
En las casas de luces fabulosas,
todos reparten besos de buenas noches.
Entre quejas y a oscuras suenan las bajantes,
por las gotas de lluvia encantadoras.
La tenue luz de las farolas
se desliza en lejanos y empedrados pasajes.
Una hermosa mano abre una puerta suavemente,
corre por la calle el brillo de unos ojos febriles.
No hay luz en la avenida, no resuenan los pasos
de los transeúntes en lo oscuro, detrás de las fachadas.
El viento aparece en el camino, desnudo y perfumado,
La lluvia extiende su cuerpo en el vestíbulo.
En la mudez de la casa sus alientos se enredan
y cantan inspirados, emocionados, estremecidos…
En el camino de la noche, los ojos se posan, expectantes.
Clama el arroyo: “¿Quién es su amado?”.
Las ramas de los árboles susurran al oído:
“Me temo que aquí, entre los presentes,
no está su amado”.
La calle está apagada, no retumba en lo oscuro
el paso de ningún caminante tras el muro.
Surcando los cielos, con ánimo abatido,
la nube se transforma en una gris columna de humo.
¿Para quién reirá la magia de sus ojos?
¿En qué labios sus labios buscarán los besos?
¿Qué melena desenredarán sus manos?
¿A quién, en la intimidad, ya borracho,
le contará sus cuentos?
¿Por qué me empeño en este tantear a oscuras?
¿Por qué despierta espero, una vez y otra vez, su llegada?
¿Acaso algún amor ha perdurado en el pecho de un hombre?
No… no volverá conmigo. Nunca.
Un rostro se pierde en las tinieblas.
El viento da un portazo.
Un muerto, en el fondo de su tumba,
de la esperanza mundanal, de la absurda esperanza
se carcajea.
Forugh Farrojzad, Muro, Un cuento en la noche.
Les he hablado ya, en multitud de ocasiones, de la profunda impresión que me produjo encontrarme con la poesía de Forugh Farrojzad. Se ha convertido en uno de mis poetas favoritos, sin discusión, a la misma altura y sin tener que deberle nada a cualquier de sus colegas masculinos -de ahí que haya hablado de poetas y no poetisas, para recalcar esa igualdad-. No es de extrañar, por tanto, que cuando vi un volumen de sus poesías completas me hiciera con él al instante. Para, acto seguido, ponerlo en lo alto de la pila de libros para leer.
¿Qué me ha aportado la lectura de estas poesías completas? Dada su muerte prematura, su obra poética no es muy extensa, apenas alcanzando lo que podría ser una novela de tamaño medio. Dadas las alturas a las que se elevaron sus dos últimos libros -Otro Nacimiento, de 1964, y el póstumo Tengamos fe en el comienzo de la estación del frío, de 1975-, podría temerse que los anteriores -Cautiva., de 1955, El muro, de 1956 y Rebelión de 1959- fueran mucho menores, apenas ejercicios preparatorios para su florecimiento posterior. No es así, por suerte. Algunos de los mejores poemas de Farrojzad -o de los que resuenan con más fuerza en el lector- se encuentran en esa obra temprana.
¿Por qué es así? En cierta manera, podría decirse que debía ser así. Salvo excepciones -los poetas épicos-, la lírica es una tarea que sólo puede acometerse cuando se es joven. Se necesita una mente agil y fresca, capaz de relacionar contrarios lingüísticos que hagan saltar arcos voltaicos entre ellos. Abrir, en definitiva nuevas vías semánticas en las que nadie había pensado antes, pero que nos parecen evidentes e incontestables, una vez creadas. Es preciso además, contar con ese ímpetu y esa fe que sólo confiere la juventud, para quien nada es imposible,puesto que todo puede ser creado al instante con sólo invocarlo. Fuerza, seguridad y confianza tan difícil de conjurar en la edad madura, cuando las derrotas, las frustraciones y los desencantos se han ido acumulando uno sobre otro, aplastándonos bajo su peso.
Virtudes, fortalezas, dones, que son imprescindibles en una poesía de combate como la de Farrojzad. No en el sentido de una lucha por un nuevo sistema político -aunque bastante hay de eso-, que tornase la poesía prosaica y utilitaria, prematuramente envejecida, una vez que las aspiraciones sociales se modificasen. Si algo posee la lírica de Farrojzad es su carácter personal, de estar anclado en una cultura, una ascendencia y una vivencia propias e intransferibles, lo que no impide que se reflejen en sus poemas, tornándose tema esencial, los muchos impedimentos políticos y sociales que encuentra en su camino. Impidiendo que ame en libertad, hable con su propia voz, actúe a su capricho. Sin que nadie le dicte cómo, o la censure, reprima o constriña.
Hay, en consecuencia, un dolor desgarrador en toda la poesía de Farrojzad. Esas limitaciones impuestas a su vida -por ser mujer, por ser poetisa, por ir a la contra de religión, tradición y convencionalismos sociales- imbuyen toda su poesía, gravitan en cada verso. Su peso abruma cada aspecto de su vida, cada decisión y cada pensamiento, tiñendo y condicionando como la poetisa la contempla, como la expresa en sus poemas. Sólo así se comprenden los nombres negativos, angostos y agobiantes, de sus primeros libros, Cautiva y El muro, o que el tercero se titule simplemente Rebelión. Así, sin tapujos y componendas. Farrojzad no puede vivir como se le exige, como se le dicta y ordena, no por mero capricho transgresor, sino porque doblegarse, someterse, claudicar, supone renunciar a su humanidad. A ser según su naturaleza, a sentir el mundo de manera personak, a vivir de manera plena.
Y sin embargo, a pesar de esa rebelión, de su clamor contra la opresión -religiosa y social-, de desgarrarse ante nuestro ojos, no puede negar su cultura y su tradición. Mejor dicho, aunque su lenguaje es eminentemente moderno, trufado de los hallazgos del expresionismo y del surrealismo, sus imágenes nos remiten -como ocurría en nuestros poetas del 27- a todo el pasado literario de su lengua, a esas grandes glorias cuya lectura es esencial, como si fueran mantillo, para que pueda florecer un gran poeta.
Por eso su voz, en casi milagrosa mezcla, es a la vez antigua y moderna. Arrebatada por los torbellinos de la experimentación, hacia casi hacerse incomprensible, pero al mismo tiempo con la sonoridad, la calma, el equilibrio de los clásicos.
De quienes que no pertenecen a un tiempo en concreto, sino a todos ellos, sin que importe tampoco la edad de sus lectores.
Y sin embargo, a pesar de esa rebelión, de su clamor contra la opresión -religiosa y social-, de desgarrarse ante nuestro ojos, no puede negar su cultura y su tradición. Mejor dicho, aunque su lenguaje es eminentemente moderno, trufado de los hallazgos del expresionismo y del surrealismo, sus imágenes nos remiten -como ocurría en nuestros poetas del 27- a todo el pasado literario de su lengua, a esas grandes glorias cuya lectura es esencial, como si fueran mantillo, para que pueda florecer un gran poeta.
Por eso su voz, en casi milagrosa mezcla, es a la vez antigua y moderna. Arrebatada por los torbellinos de la experimentación, hacia casi hacerse incomprensible, pero al mismo tiempo con la sonoridad, la calma, el equilibrio de los clásicos.
De quienes que no pertenecen a un tiempo en concreto, sino a todos ellos, sin que importe tampoco la edad de sus lectores.
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