domingo, 10 de noviembre de 2019

Los laberintos del amor (yV)































Cuando se revisa la filmografía de Jacques Demy de una tacada, como he venido haciendo estas semanas, asombra la rapidez de su evolución cinematográfica. Ascenso hasta la más altas cumbres que no se reduce a una creciente soltura a la hora de utilizar la técnica cinematográfica, sino en que supo transitar, en menos de una década, entre dos polos estéticos opuestos, a priori incomunicables e irreconciliables. Sin olvidar que en esa trayectoria se movió además en sentido opuesto a lo que la Nouvelle Vague estaba proponiendo en imágenes. Su cine, por tanto, queda como una excepción en el contexto de esa década, sin que se pueda explicar como una vuelta a la comercialidad, ni una pervivencia  nostálgica y acartonada del pasado, fenómenos ambos que habrían quedado invalidados por los logros de la Nouvelle Vague.

Desde un punto de vista narrativo, sus historias dejan de ser realistas - o mejor dicho, ligadas a un realidad presente o que se supone habrá de venir - para tornarse cada vez más delicuescentes. Idealizaciones de sueños y fantasías a las que sólo liga con la realidad y el presente el hecho de haber sido rodadas en en escenarios naturales. De la misma manera, su acabado estético deja de lado el premeditado descuido tan común en los sesenta -único modo de recuperar una cercanía al público y una espontaneidad expresiva que el cine hiperplanificado del periodo clásico había perdido-, para elegir iluminaciones en las que las sombras habían sido desterradas, los colores se saturaban hasta acercarse al neón, mientras que todo detalle de atrezzo y puesta en escenac estaba cuidadosamente calculado y ensayado.

El cine de Demy se fue tornando así cada vez más irreal e intemporal, más inverosímil e improbable, a lo que ayudaba la preeminencia de una banda sonora queimpregnaba por entero la cinta, convirtiendo a su compositor, Michel Legrand, en auténtico coautor de las películas. Con todos esos factores, las películas de Demy eran únicas en su tiempo, inconfundibles e inolvidables, pero una mirada atenta revelaba su fragilidad. Su estructura se componía de una acumulación de contrarios, que se sostenían por ensalmo, amenazando siempre con venirse abajo o, aún más peligroso, de virar hacia el Kitsch y la cursilería confesa y descarada. Ya en Les Demoiselles de Rochefot (Las señoritas de Rochefort, 1967) empezaban a verse las primeras grietas. Era evidente que pronto habría de empezar a repetirse. perdiendo esa frescura suya tan característica, o bien se hallaría atrapado en un callejón sin salida, debiendo renunciar a su fórmula. Sin tener certeza alguna de poder hallar una nueva.

Por esa razón, Peau d'Âne (Piel de Asno, 1970) me parece su última gran película en su estilo personal. Tras ella, no es posible continuar filmando de ese modo, puesto que los defectos asociados a él son ya innegables, imposibles de corregir. El principal, el Kitsch omnipresente al que hacía referencia, que torna algunas escenas en intragables - véase, en las capturas anteriores, los peluches de tamaño natural que forman parte del decorado -, que sólo se ve compensado por una visible ironía, un claro humor, sobre el material que se adapta. En otra de las contradicciones del cine de Demy, el cuento de hadas sobre el que se construye la película es  adaptado con fidelidad, creyendo a pies juntillas en lo que se cuenta, al mismo tiempo que se hace mofa y befa de él, subrayando lo que tiene de ridículo y ajeno  a nuestro presente.

Son estas desviaciones y distanciaciones, producto de quien conoce de lo que habla y por esos mismo no teme reírse de ello, las que salvan la película. Con momentos tan desconcertantes -y tan acertados- como el ilustrado arriba, donde en un ambiente medieval/renacentista se leen poemas del surrealismo del siglo XX, sin que los personajes - es obvio-, sepan que como interpretarlos ni, más importante, como sentirse. Y en general, con todo el personaje de la hada madrina, interpretado por una magnífica Delphine Seyrig -ya les  he hablado de ella y de su feminismo militante en otra entrada reciente-, quien está al mismo tiempo dentro y fuera de la película, como un viajero entre dimensiones y tiempos. Comentando y corrigiendo lo que el resto de personajes son incapaces de ver, al estar atrapados en el cuento, pero que ella sí puede discernir.

¿Película imperfecta, por tanto? En gran medida, pero no por ello menos gozosa, si sabe uno darse cuenta de su juego y aprestarse a compartirlo. Lo que no evita que deje un sabor amargo, puesto que con ella se agota por completo la fórmula que Demy había encontrado. Su cine posterior nunca llegaría a encontrar la fama ni la repercusión que sus obras de los sesenta, como si sólo hubiera vivido y dirigido en ese corto periodo.

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