Aunque sea un instante, deseamos
descansar. Soñamos con dejarnos.
No sé, pero en cualquier lugar
con tal de que la vida deponga sus espinas.
Un instante, tal vez. Y nos volvemos
atrás, hacia el pasado engañoso cerrándose
sobre el mismo temor actual, que día a día
entonces también conocimos.
Se olvida
pronto, se olvida el sudor tantas noches,
la nerviosa ansiedad que amarga el mejor logro
llevándonos a él de antemano rendidos
sin más que ese vacío de llegar,
la indiferencia extraña de lo que ya está hecho.
Así que a cada vez que este temor,
el eterno temor que tiene nuestro rostro
nos asalta, gritamos invocando el pasado
–invocando un pasado que jamás existió–
para creer al menos que de verdad vivimos
y que la vida es más que esta pausa inmensa,
vertiginosa,
cuando la propia vocación, aquello
sobre lo cual fundamos un día nuestro ser,
el nombre que le dimos a nuestra dignidad
vemos que no era más
que un desolador deseo de esconderse.
Jaime Gil de Biedma, Aunque sea un instante, de la compilación Las personas del verbo
descansar. Soñamos con dejarnos.
No sé, pero en cualquier lugar
con tal de que la vida deponga sus espinas.
Un instante, tal vez. Y nos volvemos
atrás, hacia el pasado engañoso cerrándose
sobre el mismo temor actual, que día a día
entonces también conocimos.
Se olvida
pronto, se olvida el sudor tantas noches,
la nerviosa ansiedad que amarga el mejor logro
llevándonos a él de antemano rendidos
sin más que ese vacío de llegar,
la indiferencia extraña de lo que ya está hecho.
Así que a cada vez que este temor,
el eterno temor que tiene nuestro rostro
nos asalta, gritamos invocando el pasado
–invocando un pasado que jamás existió–
para creer al menos que de verdad vivimos
y que la vida es más que esta pausa inmensa,
vertiginosa,
cuando la propia vocación, aquello
sobre lo cual fundamos un día nuestro ser,
el nombre que le dimos a nuestra dignidad
vemos que no era más
que un desolador deseo de esconderse.
Jaime Gil de Biedma, Aunque sea un instante, de la compilación Las personas del verbo
Una pregunta muy frecuente, cuando se habla del sistema educativo, es la de qué hay que enseñar a los niños, de entre todo el conocimiento existente. Por supuesto, esa pregunta nunca se plantea de modo abstracto, sino con un objetivo muy concreto: qué se debe aprender para estar preparados para el mundo actual. El problema -y lo que hace que esta cuestión no admita respuestas sencillas,. incluso resulte estéril- no es el qué enseñar, sino qué consideramos el mundo actual. el de ahora o el de un futuro aún por ser definido. La educación, desde que se entra en el colegio hasta que se consigue un título universitario, bien puede abarcar más de 20 años, un periodo en el que pueden producirse infinidad de revoluciones tecnológicas. Por que se hagan una idea, yo comencé a estudiar en una sociedad en que el ordenador, el móvil y la Internet no existían e incluso, en ciertos aspectos, eran inimaginables. Sólo comenzaron a ser una realidad, al alcance de todos, cuando me gradué en 1990, pero aún entonces estaban reservados para unos pocos privilegiados. Hubo de pasar una década para que fueran de uso común, y aún otra más para llegar a este mundo de redes sociales, smartphones, conectividad continua y desaparición de la privacidad.
¿A qué esta introducción? Pues simplemente a que lo aprendemos en la escuela no es más que un adelanto, recayendo sobre el estudiante la responsabilidad de mantenerse al día, seguir profundizando y ampliando sus conocimientos. Por concretar, acercándome al tema literario de esta entrada, cuando en mis manuales escolares de 1980 se hablaba de la literatura de la segunda mitad del siglo XX, la exposición quedaba limitada a largas listas de nombres, simples enumeraciones en las que sólo de muy tarde se destacaba algún autor o novela aislado, quedando el resto sin resaltar. Se evitaba cualquier juicio de valor, cualquier amago de jerarquía, que era imposible de construir en aquel instante, aún demasiado cercano a los hechos. Rafael Sánchez Ferlosio, por ejemplo, sólo era citado de pasada como autor de El Jarama, de manera que he tenido que esperar hasta ayer, sin exagerar, para enterarme de que es un prosista excelso, quizás el mejor de la postguerra. Gil de Biedma, por otra parte, quedaba oculto, enterrado, entre lo que se llamaban por aquel entonces novísimos, una etiqueta que tanto servía para un roto como para un descosido.
El estudiante aficionado a la literatura quedaba abandonado así a sus propios medios, sin guías ni referencias, carencias aún más acusadas en un mundo sin Internet, fuera de lo que la casualidad le trajese o lo que alguien nos aconsejase. Un conocido, un mentor, un familiar, cuyo juicio considerásemos valioso, fuera por amistad, por carisma, por admiración, por excentricidad, quizás por mera curiosidad. Así, descubrí, por casualidad, a una poetisa absoluta como Alejandra Pizarnik y así, por mero azar, vine a encontrarme con Gil de Biedma, al toparme con un volumen de su poesía en una librería de Madrid. Si me hice con él, no se lo oculto, fue porque me sonaba el nombre, guardado en mi memoria porque me habían llegado ecos de lo importante que era. No era cualquier volumen, sino una compilación/destilación, Las personas del verbo, realizada por el propio poeta, quien había compactado sus diferentes libros de poesía, dispersos y en su mayoría fuera de imprenta, en una recopilación de la que imaginaba haber eliminado todo los sobrante, la escoria que flotaba en la superficie de su fragua poética.
¿El resultado, la conclusión? Supongo que sabrán lo mucho que amo la poesía, genero literario del que no leo tanto como yo quisiera, así que no le extrañará que viniese ya predispuesto a dejarme encandilar. Así fue, pero no tanto por mi flaqueza natural como por la altura de la escasa producción poética de Gil de Biedma. Su poesía es de una claridad meridiana, pertenece a ese movimiento de reflujo de la vanguardia cuyo el objetivo era volver a comunicarse con el lector, reestablecer esa complicidad, de confidencias dichas en voz baja, que había sido substituida por complejos contrapuntos estéticos y juegos semánticos. Ese violentar la lengua en busca de nuevas sonoridades, nuevos enlaces, nuevos chispazos, que permitiesen escapar al agotamiento, previa a su muerte, de la poesía clásica, pero que al final acabaron siendo tan convencionales, tan gastada, como la poesía académica que aborrecían.
Una sencillez en el habla que no vacilaba, si era necesario, en apearse de la lengua culta, para calzarse y caminar con las palabras de todos los días, gastadas y descoloridas por el trajín diario, casi irreconocibles de tanto usarlas. Términos cotidianos que, en el verso de Gil de Biedma, servían para contar algo también muy familiar, existente desde el inicio de la expresión poética, su otro tema invariante, junto con el amor y el erotismo: el paso inexorable del tiempo, la inevitabilidad de la muerte. Cantadas de nuevo, con voz renovada, como si nadie, nunca, se hubiese referido a esas constantes vitales, aunque cualquier lector, un poco instruido, podría reconocerlas, reconocerse en ellas.
Una poesía que es un continuo mirar hacia atrás, no con nostalgia, sino con amargura. Pero no por la pérdida de lo gozado, que podría compensarse con la esperanza de alcanzar alegrías similares en el futuro, aunque no fueran las mismas, sino porque se produce en un momento muy determinado: el del desengaño irreversible y definitivo. Ese instante cuando se descubre que delante, en el tiempo que aún queda por vivir, ya no habrá espacios para el goce y el placer. Se es ya, eterna y definitivamente, viejo. Sin que algún milagro, de esos tan habituales en la juventud, de esos que se acnstumbra uno a esperar con puntual regularidad, venga a rescatarnos y salvarnos.
Sólo nos queda otra espera muy distinta, esta vez sin término ni objeto, mientras que se contempla, con mirada triste, aquello que pudo ser y no se plasmó, aquéllo que fue y se nos escapó entre las manos.
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