Adolf Wölfli |
La Casa Encendida me pilla un poco a trasmano de mi circuito habitual de exposiciones, pero siempre que la he visitado me he encontrado con muestras muy, pero que muy importante. En esta ocasión, se trataba de una muestra, parca en obras, pero no en artistas y profundidad, de nombre El ojo eléctrico, sobre lo que se conoce como arte brut o arte marginal. Ambos apelativos -así, sin contexto-, pueden despistar al espectador -¿Arte en bruto? ¿Sin desbastar? ¿Marginal? ¿Con respecto a qué centro?-, además de prestarse a confusión, con otras manifestaciones artísticas no oficiales, como el graffiti o el arte naïf, además de ocultar el origen de esa clasificación, para evitar rechazo o discriminación.
Por ser más claro. El arte naïf, por ejemplo, identifica el arte de pintores aficionados, sin formación y con claras carencias técnicas, lo que no evita que consigan elevarse, por su imaginación, su audacia y poder evocador, al rango de los grandes, ya sean éstos académicos o experimentales. Caso clásico y prototípico: el aduanero Rousseau. El arte marginal, asímismo, tenía en origen una connotación muy precisa. Se trata del arte realizado por enfermos mentales, que por su complejidad obsesiva alcanzaba una perfección de maestro, a lo que solía unirse una clarividencia alucinatoria, reveladora de mundos desconocidos, paralelos a nuestra realidad y en estrecho contacto con ella.
Esa definición contiene en sí ese amago de discriminación que les señalaba. Si ese arte fue realizado por enfermos mentales, no merece ser considerado como arte pleno, sino, como mucho, como mera curiosidad psiquiátrica. Para evitar ese menosprecio, debe calificarse de manera que ya, desde un inicio, quede señalado como arte valido, sin desmerecer en nada lo creado por los artistas profesionales. Sin embargo, en mi opinión, señalar esa diferencia, su origen en la enfermedad y en las instituciones psiquiátricas, ya lo eleva de por sí, rompe esa discriminación. De acuerdo con nuestros prejuicios, ese arte no debería existir, así que su mera presencia -y su insospechada altísima calidad- nos debería hacer sospechar que algo estamos haciendo muy mal.
Así era, sin discusión, hasta la irrupción de la nueva psiquiatría en los sesenta. Antaño, los manicomios -digámoslo así, con ese término tan cruel- eran auténticas cárceles, cuando no campos de concentración, para enfermos con los que no se sabía qué hacer y para quienes no había -ni se esperaba- curación. El trato, con demasiada frecuencia, era brutal e inhumano, como convenía a una institución penal encubierta, apropiado sólo para embrutecer a esas personas y enconar sus síndromes. Por sólo eso, por haber puesto término a ese oprobio, indigno de sociedades avanzadas y humanitarias, la nueva psiquiatría merece todos los elogios, aunque haya acarreado nuevos problemas. No tanto por sus doctrinas, sino porque al cerrar los manicomios muchos enfermos se han quedado sin quien les cuide, abandonados a su suerte en una sociedad cruel y egoísta.
Condiciones que hacen aún más sorprendente que en su seno surgiesen corpus creativos como el de Adolf Wölfli, arriba ilustrado.
John Uhro Kemp |
¿Cuáles son las características de este arte Brut/Marginal? El título de esta entrada debería darles ya un indicio. Diríase que la obsesión/psicosis que se adueño de estos artistas/enfermos les permitió alcanzar un sueño dorado de todo creador: desarrollar un tema hasta sus últimas consecuencias. Wölffli por ejemplo creó, en decenas de miles de cuartillas, un mundo paralelo donde hallaba refugio y donde terminó coronándose emperador, proclamándose profeta, erigiéndose dios todopoderoso. Un universo del que nos ofrecía pálidos reflejos en sus pinturas, abigarrados diseños en los que se mezclaban arquitecturas inverosímiles -y aún así, reconocibles-, personajes esquemáticos -pero dotados de poder y nobleza-, e incluso partituras musicales.
Conjunto que, no se olvide, a pesar de su extensión inconmensurable formaba un todo homogéneo, coherente y completo. Una dimensión paralela que, además, tenía carácter de holograma: cada cuartilla dibujada era portal de entrada, lo contenía por completo. Unas características -abigarramiento, totalidad, holograma, unicidad- que no son privativas de Wölffli, sino que se extienden, en mayor o menor medida, a cualquier artista marginal. El americano Uhro Kemp, de quien pueden ver arriba un ejemplo de su arte, busco en los números la clave del universo, intentando hallar la fórmula que pusiese en contacto todo -ciencia, arte, religión-, para desencadenar así la revelación final y definitiva. No lo consiguió -es obvio, aún seguimos aquí-, pero sus diseños nos fascinan como si contemplásemos un abismo o un tornado. Por muy racional y pragmático que se sea, es imposible no vacilar, dudar un instante, creer que Kemp se detuvo al borde de la solución. Ahí, en medio de ese caos de cifras, se halla escondido el Eureka, la piedra filosofal, el Dorado.
Obsesiones que se pueden plasmar de maneras muy distintas -tantas como artistas, tantas como personas-, como en el caso de Anna Zamenkova, creadora de una botánica paralela. Imposible, pero de la misma objetividad que la real. Con la misma solidez y verosimilitud, dentro de su desvarío, que las taxonomías compiladas en el manuscrito Voynich
Y así, muchos y muchos otros. Tantos me obligarían a escribir varias entradas dedicadas sólo a ellos -no tengo el tiempo y este año, por desgracia, ni siquiera las fuerzas- pero que sí motivaran otra visita. Tranquila y reposada. Para absorber y sedimentar.
Anna Zamenkova |
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