Persépolis (2007) película de animación dirigida por Vincent Parronaud y Marjane Satrapi, que adapta el cómic homónimo de esta última, pertenece a a uno de tantos momentos-excepción en los que abunda la historia de esta forma cinematográfica. Hace pareja con Vals Im Bashir (Vals con Bashir, 2008) de Ari Folman -que ya les comenté hace unos meses-, en el sentido de que ambas cintas, a finales de la primera década del siglo XXI, mostraron a las claras que la animación era tan válida como cualquier otra forma a la hora de representar complejos dilemas morales y políticos: el horror de la guerra, la normalidad del exterminio del enemigo, las tentaciones totalitarias y asesinas que anidan en cualquier ideología política, la indefensión e impotencia del individuo frente a la marcha implacable de la historia. Por desgracia, como siempre, esto no tuvo continuidad y la animación -la comercial, al menos- sigue recluida en su ghetto infantil o pop-referencial. Salvo excepciones honrosas, claro.
Como pueden intuir de la introducción, la película de Parronaud/Satrapi es cine político. Del mejor, además. No sólo se no se calla a la hora de proclamar la repulsión de la autora hacia el régimen teocrático que gobierna en Teherán desde 1979, sino que sabe entrejerlo con las peripecias biográficas de la misma Marjani. No estamos hablando en abstracto, de entidades quiméricas que se asocian indefectiblemente -y sin fisuras- con los conceptos del bien y del mal, sino de personas reales que deben enfrentarse a decisiones morales de primera magnitud. Sin tener muchas veces la capacidad de elegir, forzadas como se ven por los acontecimientos -o por los lazos familiares o de amistad que les ligan a otras personas-, y donde triunfos y derrotas no se expresan en grandes signos de cara a la galería, sino en actos que pueden parecer banales y sin repercusión. Como cuando, por ejemplo, Marjani aprende a no renegar de sus raíces, a no ocultar que ella es iraní, que proviene de ese país habitado por bárbaros salvajes, donde reínan el fanatismo religioso y la superstición.
(Y supongo que se estarán preguntando mi opinión. Pues bien, creo que la Revolución Islámica de 1979 es un fenómeno de primera magnitud, que seguirá condicionando el devenir histórico por mucho tiempo. Piensen únicamente en la victoria reciente, y por K.O., de los talibán en Afganistán. Eso no quiere decir que la considere positiva y disculpable, sino más bien una lacra en la historia de la humanidad, un revés en el avance hacia una sociedad laíca, liberada de las cadenas opresoras de la religión. Por ello, a pesar de mi posicionamiento izquierdista, me hallo en completa oposición con esa visión indulgente del integrismo islámico, que ve los movimientos hacia el laicismo en el mundo islámico como muestras de colonialismo y aculturación -piensen en el puritano rasgar de vestiduras que provocan las fotos de los años 70 en esos países, tan distintas a la realidad actual-. Se habla mucho de que esas sociedades llegarán a parecerse a nuestro ideal cuando ellas quieran, pero yo sólo veo que hemos abandonado a nuestros correligionarios en el mundo islámico: progresistas, socialistas, anarquistas y, por qué no, comunistas).
Siguiendo con Metropolis y Marjani, la película muestra, sin dejar ningún género de dudas, cómo el régimen de los Ayatollahs va convirtiéndose en un sistema próximo al totalitarismo, apoyándose para hacer pasar sus medidas extremistas en el clamor popular que siguió a la caída del Shah y la guerra posterior entre Irán e Irak. Así, los opositores -incluyendo muchos que habían sido represaliados por el por el propio Shah- fueron encarcelados y ejecutados, al tiempo que se aprobaban numerosas leyes que regían la conducta pública y privada de las personas, siguiendo el ideal de un Islám riguroso y excluyente, y cuya infracción era castigada con durísimos castigos. Una opresión que culminará con un doble exilio de Marjani, el primero, instigado por sus padres, para evitarle problemas durante su adolescencia, dada su tendencia a hablar más de la cuenta; seguido de otro definitivo, siendo ya adulta e incapaz de adaptarse al rigorismo religioso que asfixia su tierra natal.
Denuncia, por cierto, que no se limita a su país o al régimen presente. Desde el principio deja bien clara que su familia -y ella, a pesar de su tierna edad- eran opositores al Shah, cuyo régimen había detenido y torturado a miembros y amigos de la familia de Marjani, de manera que sólo puede ser definido como criminal. Nadie en Irán iba a llorar por él, por lo que su caída condujo a una explosión de alegría. Esa lucidez la lleva a ser muy crítica, a su vez, con la sociedad europea, a la que tilda de racista con los países extraeuropeos, al tiempo que la juventud de izquierdas, a pesar de su barniz revolucionario, no pasa de ser hedonista e irresponsable. Si ella consigue introducirse en esos ambientes, es porque la ven como una muestra viviente de la revolución y la guerra, fantasmas soñados de una izquierda aburguesada y aburrida, pero sin reparar en el inmenso coste humano que ambas conllevan.
Europa que, a pesar de su laicismo, no ha conseguido liberarse por completo del peso de la religión, igual de peligrosa en unas tierras, las iranias, como en las supuestamente civilizadas del Occidente. Amenaza, independiente de la cultura, que Marjani plasma de forma contundente al representar de igual manera a las mujeres que, en Irán, proclaman la necesidad del velo y la sumisión al varón, y las monjas que rigen el albergue en que se hospeda en Austria, empeñadas en hacer imposible la vida a las jóvenes que viven con ellas.
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