Hace unos cuantos años ya les había comentado el Něco z Alenky (Alicia, 1988) de Jan Svankmajer. En aquel momento, me dejo una impresión un tanto tibia. Venía de revisar la integral de sus cortos y este primer largo suyo, revisión de la Alicia de Lewis Carroll, me parecía una recopilación de cortos mal enhebrados. Defecto, por cierto, muy común en los cineastas de animación que se mudan de un formato a otro, sin que la mayoría sean capaces de corregir ese defecto en obras sucesivas. Sí que reconocía, no obstante, la desbordante imaginación del creador checo, último de los surrealistas, quien se las arreglaba para construir la mejor adaptación del cuento de Carroll: infiel en los detalles, pero capaz de reproducir el mundo de los terrores de la infancia que subyace en el País de las Maravillas, con su inextricable amalgama de realidades e imposibles.
Pues bien, este segundo visionado me ha hecho reconsiderar mi opinión: la película es mucho mejor de lo que recordaba. Quizás al final se vuelva un poco reiterativa, pierda un tanto el fuelle, pero es consecuencia del estilo elegido por Svankmajer, que acabará por convertirse en constante de todos sus largos. Al contrario que en los cortos, el artista checo intenta mantener una distancia protectora, casi retrayéndose de lo que cuenta, para así evitar una involucración sentimental que devenga sensiblería o manipulación melodramática. La cadencia del filme puede parecer por ello mecánica, sin cambios de ritmo que ayuden a subrayar ciertos elementos; la presentación, fría, casi de exposición universitaria, donde lo importante es transmitir datos, no sentimientos. Sin embargo, esa aridez y ese rigor ayudan a que destaque más lo imposible y lo maravilloso, por quedar fuera de lugar, discordar, incluso rechinar, comparadas la racionalidad cartesiana con que son rodadas.
Sería ocioso enumerar los múltiples aciertos, las escenas memorables de las que se compone la cinta. Arriba les he pegado una, cuando Alicia, casi a punto de ahogarse en sus propias lágrimas, es confundida con un islote por un ratón-marinero, quien procede a levantar un campamento y prepararse un almuerzo. Lo que quisiera destacar es que Svankmajer consigue un pequeño milagro: que el espectador vea el mundo con los ojos de un niño, con su sorpresa y su miedo. No se trata, como en la Alice's Adventures in Wonderland (Alicia en el país de las maravillas, 1951) de crear una visión nostálgica de la infancia para consumo de adultos, que les permita retrotraerse a un supuesto paraíso perdido. Tampoco, si diésemos un giro de 180 grados, se trata de un divertimento postmoderno como el Alice in Wonderland (Alicia en el país de las maravillas, 2010) de Tim Burton, en la que los personajes del cuento se tornan al mismo tiempo ridículos y tétricos, realistas y Kitsch, serios e irrelevantes.
Lo que consigue Svankmajer -y que le coloca por encima de cualquier otro director que haya adatpado este clásico literario-, es derribar por completo las barreras entre la realidad y la fantasía, tras y como ocurre en la mente de un niño. En la secuencia inicial, donde se nos muestra a Alicia en su cuarto de juegos, figuran todos los elementos que van a aparecer posteriormente. Unos cobrarán vida, como el conejo encerrado en una vitrina, pero no dejarán de ser, a pesar de ese ánima que les ha sido conferida, objetos inanimados. Gracias a ese recurso, cada personaje queda marcado por una continua incongruencia, que les torna al mismo tiempo vulnerables y peligrosos. Inermes, porque como el conejo, van perdiendo su relleno -y su vida- a cada movimento; hostiles, porque su fealdad exterior, conservada de su existencia anterior -animal disecado, esqueleto descarnado, prenda íntima- nos repele y asquea.
Otros personajes adquieren su carácter repulsivo al construirse con una mescolanza de contrarios. Por ejemplo, en el largo descenso en ascensor de Alicia, desde el mundo exterior hasta los subterráneos del País de las maravillas, la protagonista cruza inmensas estanterías en las que se guardan objetos tan peregrinos -y tan repelentes- como mermelada de chinchetas. De la misma manera, los criados del conejo blanco no son otra cosa que quimeras, elaboradas por Svankmajer a partir de animales -en realidad, de los esqueletos de esos animales-, que bien podrían figurar en un museo de ciencias naturales. Lo real, lo que guardamos y almacenamos, considerándolo inofensivo, se vuelve y rebela contra nosotros, cambia la tornas y nos expulsa del mundo que creíamos posesión exclusiva nuestra.
Inversión de las jerarquías naturales que no sólo afecta a lo que rodea a Alicia -como los cuadernos escolares, transformados en libros de leyes y atestados policiales-, sino a ella misma. En varias ocasiones, cuando la protagonista toma una de esas pociones y alimentos que le permiten cambiar de tamaño, deviene una muñeca, la misma con la que había estado jugando al principio de la película. Alicia se transmuta así en otro personaje más del País de las maravillas, indistinguible de los otros engendros y quimeras que lo habitan, casi más real, activa e resolutiva en esa forma que en su encarnación humana. Incluso, en uno de las escenas acabara encerrada -sepultada, se podría decir- en una muñeca de sus mismas dimensiones. Para ser almacenada y olvidada en un trastero, como un objeto más.
Ubicación que no es casual, ni una excepción en el contexto de la historia. El mundo en el que se mueve Alicia no es un lugar al aire libre, luminoso y amplio, es una serie de habitaciones laterales en las que las personas no suelen aventurarse: desvanes, trasteros, zahúrdas, despensas, almacenes. Habitaciones casi siempre clausuradas, de atmósfera pesada y agobiante, de penetrante olor a humedad o abandono, mal iluminadas, dominio permanente de las sombras. Lugares que a un niño le parecen inmensos, atestados de peligros, poblados por amenazas que lo observan con atención, esperando a que se vuelva para abalanzarse sobre él.
Temores que el niño habrá de vencer, por sí sólo, sin esperar ayuda de nadie, si es que quiere convertirse en adulto. Como ocurre con esta Alicia de Svankmajer.
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