sábado, 11 de noviembre de 2017

El joven y el viejo

Pelirroja con blusa blanca, Henri de Touluse-Lautrec
Se acaba de abrir, en el Museo Thyssen, una muesta de nombre Picasso/Lautrec. Se propone, tal y como reza el programa de mano, "poner en evidencia las afinidades y coincidencias entre ambos". Loable propósito, pero ¿tiene base? Es decir, más allá de lo obvio ¿existe realmente esa conexión? ¿esas afinidades y coincidencias? Es cierto que ambos, el viejo pintor y el joven aspirante, conocieron un mismo Paris, el de la Belle Epoque, así como que ambos formaban parte de la bohemia, de ese conjunto de artistas que visitaban los mismas salas de diversión, frecuentaban los mismos locales de mala reputación, disfrutaban de similares espectáculos. Asímismo, es también evidente que en su primera etapa parisina y barcelonesa, antes de la explosión del cubismo, Picasso absorbió los estilos de moda en el arte finisecular, las muchas ramas y maneras de un postimpresionismo que había aprovechado la brecha abierta por el impresionismo para desarrollarse y florecer, pero que ya empezaba a tener un cierto aroma a rancio.

Por otra parte. ¿hasta qué punto pudieron tener contacto Lautrec y Picasso? El primer viaje de Picasso a París es en 1900 y no se asienta en esa ciudad hasta 1901, año de la muerte de Lautrec. Éste, por aquel entonces, era un maestro consagrado, una figura destacada en la vida social parisina; Picasso, por el contrario, era joven inmigrante con veleidades artísticas, de claro talento, pero aún sin un estilo propio y distintivo. Otro entre muchos, uno más entre tantos que no llegaron a nada, que debieron abandonar su vocación o que se perdieron sin dejar rastro. Hay una asincronía entre ambos pintores, por tanto, un desencuentro entre sus trayectorias que la exposición admite a regañadientes, restringiendo el ámbito temporal de las obras expuestas de Picasso al periodo de 1900 a 1905. El  periodo de formación del artista malagueño antes de la revelación cubista y en el que es fácil encontrar, si quiere, obras suyas clónicas de otras de Lautrec.

La tesis de la exposición es, por tanto, que Picasso toma el testigo de manos de Lautrec, para llevar así la pintura del cambio de siglo a nuevos horizontes, temas y objetivos estéticos, aunque de vez en cuando se deje traslucir esa joie de vivre tan característica de Lautrec y la Belle epoque. Sin embargo, en ese afán por demostrar esta tesis, la exposición, paradójicamente, la contradice y niega. Es muy fácil darse cuenta, si se tienen los ojos abiertos, que Lautrec y Picasso habitan mundos estéticos completamente opuestos, incomunicables e inmiscibles. La única coincidencia  está en los temas, una similitud producto exclusivamente de haber habitado en la misma ciudad en la misma época. Fuera de ahí, nada.

Mujer con flequillo, Pablo Picasso
Los dos cuadros que he incluido como comparación, bastan para demostrarlo. Lautrec es y fue un magnífico dibujante. Si viviera hoy, no dudo que sería un autor de cómic, lo cual no significa menosprecio ni desdoro. En su obra son claras las influencias de un Daumier o de la caricatura satírica de su tiempo. Esto significa no sólo que el dibujo preparatorio es esencial en la creación de sus pinturas, sino que la forma de plasmarlos es la de un dibujante. La de alguien que crea los contornos de las figuras y luego las rellena, de forma libre y abocetada, sólo que utilizando el pincel en vez del lápiz. No hay por tanto, en su pintura, grandes manchas ni superficies de color, sino trazos individualizados, cuya cercanía y superposición crean la figura y la dotan de presencia y relieve.

La mancha, la superficie plana, es, por el contrario, la esencia de ese primer Picasso y especialmente de aquél que ya comienza a encontrarse a sí mismo. El dibujo desaparece, se hace invisible, aunque sabemos, por su labor de grabador, que Picasso era un dibujante de primera. En él es el color, dotado de significado y personalidad propia, el que se hace protagonista. Independizándose incluso de la realidad, mientras que en Lautrec, las audacias no eran otra cosa que una nueva manera de ser más fiel a lo visto, de representar lo percibido con autenticidad e inmediatez. Las figuras de Picasso, por su carácter de áreas de color, se aplanan, pierden su identidad como personas retratadas, para transformarse en tapices, mosaicos y vidrieras.

Y ésta es precisamente, más que el estilo, la diferencia radical entre Lautrec y Picasso. De aquél sabemos que sus pinturas representan personas reales, en un lugar determinado, en un momento preciso, con una expresión y una actitud definida. Si la fealdad y la distorsión se cuelan en sus cuadros, es porque ya estaban en los modelos; si los colores son antinaturales es porque la iluminación artificial, los ambientes sombríos de cabarets y prostíbulos, así los distorsionan. Picasso por el contrario, no pinta la realidad. Sus parejas de amantes, sus mujeres, sus payasos, arlequines y mendigos, son en realidad símbolos. Ideas destiladas que puedan aplicarse a cualquiera de  sus avatares en cualquier tiempo.

Picasso idealiza y nos muestra así un rango decisivo de su actividad pictórica, que resurgirá una y otra vez a lo largo de su carrera. Su conexión íntima con el neoclasicismo, con la escultura clásica griega y romana. El intento de alcanzar el equilibrio, de plasmar un ideal que sirva de símbolo único y definitorio de la multiplicidad del mundo que representa, aunque esto se haga con las armas de la vanguardia. Afán que le llevará a reinterpretar una y otra vez a los clásicos de la pintura moderna, tanto antiguos - Chranach o Rafael - como modernos - Delacroix y Courbet -. 

A embarcarse, en fin, en series eternas, que giraban en torno de ese culmen soñado, sin llegar nunca a traspasar su espacio y alcanzarlo.

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