jueves, 27 de julio de 2017

Los laberintos de la fe (I)

El catarismo reúne  varias corrientes heréticas latentes desde comienzos del siglo XI: corriente antisacerdotal y antisacramental, tendencias ascéticas con respecto a los tabúes sexuales y alimentarios, rechazo del latín litúrgico, aspiración al contacto personal con Dios, ya directamente o mediante la palabra evangélica. Y aún va más lejos. Al rechazar el juramento pone en tela de juicio uno de los fundamentos de la sociedad feudal. Sobre todo se opone al catolicismo de modo radical en el doble plano institucional y doctrinal. Está regido por una verdadera organización eclesiástica, formada por una categoría inferior de fieles, un clero de perfectos y obispos. Su base es una creencia dualista, la existencia de un principio del mal y de un principio del bien en lucha universal y perpetua el uno contra el otro, aunque en la mente de la mayoría de los cátaros el dios del mal resulta inferior al dios del bien. El Dios del Antiguo Testamento, creador de la materia, puede asimilarse al principio del mal que se enseña en la Iglesia. Los cátaros mantienen asambleas de enseñanza y de oración (sólo admiten un Pater ligeramente modificado) y practican una especie de bautizo, el consolamentum, administrado con imposición de manos por un perfecto.

Jacques le Goff, Historia de las Religiones Siglo XXI, tomo 7

Por varias razones que no vienen al caso, se me ha acumulado una pequeña pila de libros que he terminado de leer, pero que no he comentado en este blog. Debido a esto, en alguna ocasión me voy a ver obligado a comentar dos libros al mismo tiempo, aunque no me guste mucho. Ése es el caso de esta entrada, en que les hablaré de dos libros de temas relacionados, el uno una historia de la corriente principal del cristianismo, centrado en la edad media y la reforma. El otro, una crónica de las muchas corrientes heréticas que aquejaron la iglesia medieval, pero especialmente aquellas que tuvieron lugar en la baja edad media: cátaros, Wycliff y Wat Tyler, los husitas.

Debo confesarles que la historia de la iglesia medieval me apasiona. En la Alta Edad Media, la cristiandad occidental se fragmentó en multitud de iglesias locales, como las de rito mozárabe en la España musulmana, con poca o nula obediencia a los decretos de un papado romano demasiado lejano. Éste por su parte, tenía poco de autoridad religiosa y sí demasiado de poder temporal, de manera que no era extraño que las luchas de poder en su seno acabasen en violencia y asesinato, incluso de los propios pontífices. El marasmo de la iglesia católica occidental solo se solucionó en el siglo XI, con la llegada de papas reformistas al estilo de Gregorio VII, pero fue sólo para abrir un nuevo tipo de conflictos: esta vez entre el poder civil y el religioso. Únase a esto el ascenso de herejías poderosas como las citadas, que a punto estuvieron de derribar la supremacía del catolicismo en su tierras de origen; el descrédito el papado en los siglos XIV y XV, especialmente en la juntura de ambos, con el continuo nombramiento y deposición de papas y antipapas; o el fracaso del movimiento conciliar del XV, que cerró el paso a una profunda reforma de la iglesia.



No les extrañará, por tanto, que me asomase al libro de Jacques le Goff (y otros) con especial ilusión. Entre otras cosas, porque era el único tomo que me faltaba para completar esa colección y llevaba mucho tiempo tras él, ya que era prácticamente inencontrable, fuera de ejemplares a precios abusivos. Sin embargo, cuando al final he podido leerlo, me ha defraudado un tanto, sino bastante. Adolece de los problemas de otros tomos de la serie, el hecho de que la amplitud del tema les impide ser algo más que un apretado resumen, especialmente cuando abordan fenómenos periféricos o marginales. Precisamente, los que suelen ser más interesantes.

Por otra parte, la obra fue concebida con la intención de situar las religiones en su contexto histórico, relacionando su evolución con la de las sociedades que los cobijaron. Aunque loable e interesante, ese enfoque obliga a dejar de lado los sistemas de creencias, las diferentes mitologías, los ritos y rituales que configuran y determinan el día a día de los creyentes. La narración termina así por ser indistinguible de otro relato histórico más, centrado en los hechos políticos y sociales, cuando lo que realmente interesa, cada vez más en nuestro mundo contemporáneo, es asomarnos a las mentes de los otros, cruzar los abismos intelectuales que nos separan de ellos, para así comprender su conducta.

No es de extrañar que los libros más interesantes fueran, curiosamente los que versaban sobre religiones sin historia, como las muchas animistas y tribales, o el Maniqueísmo. O las secciones que describían fenómenos a la sombra de otros aparentemente más importantes, como la larga agonía del paganismo ante el cristianismo.

Algo que, desgraciadamente, no es el caso de este tomo.


El 20 de Julio los cruzados partieron de Montpellier y tomaron como objetivo las tierras de Raimundo-Roger Trencavel, vizconde de Beziers y Carcasona. De poco valieron sus pretextos de ortodoxia ante los legados, dispuestos a llevar hasta las últimas consecuencias la solución militar del conflicto. El primer hecho de armas tuvo lugar en Beziers, importante fortaleza a la que el ejército cruzado consiguió acceder en un descuido de sus defensores. Lo ocurrido de inmediato tuvo características de auténtica hecatombe. "Matadlos a todos, que Dios ya sabrá distinguir quienes son los suyos", es la respuesta que se atribuye al legado papal ante las preguntas de algunos jefes militares dudosos en la actitud a adoptar ante la población sometida. Aunque sin duda alguna legendaria, esta frase resume bien lo que fue una matanza en la que pereció pasada a cuchillo la población de Beziers, hombres, mujeres y niños, tanto católicos como cátaros. Lo que Pierre des Vaux de Cernay narra con gran frialdad, causa verdadera angustia en la pluma de Guillermo de Tudela.

Emilio Mitre y Cristina Granada, Las Grandes herejías de la Europa Cristiana.

De mayor interés, en principio, era este segundo libro, centrado en las herejías de la baja edad media. En sus páginas, sus autores buscan rastrear las raíces intelectuales de los movimientos más famosos ya citados, cátaros, Wycliff y Tyler, Husitas, demostrando como no surgieron de la nada, sino que muchos de ellos ya estaban en germen en discusiones y debates que no superaron los círculos más cultos de la época. Por otra parte, aporta una buena cantidad de datos sobre el desarrollo posterior de estas herejías mayores, describiendo en detalle tanto su ascenso como su caída. Algo muy de agradecer, cuando la narración histórica tiende, o tendía, a ocultarnos el factor humano de estos movimientos de masas.

Sin embargo, el libro fracasa en dos aspectos. El primero, en engranar esas disidencias de intelectuales apartados del pueblo, con el impulso y fervor masivo que caracteriza esas herejías. Los cátaros no pueden entenderse sin tener en cuenta que se necesito una cruzada entera para someterlos; la revuelta de Tyler estuvo a punto de tirar la monarquía inglesa, cuando esta había ganado de hecho la guerra de los 100 años; mientras que, por último, los Husitas fueron el terror de Europa Central durante el primer tercio del siglo XV, pereciendo sólo debido a sus propios conflictos internos.

En segundo lugar, a pesar de esa fermento teológico-filosófico previo que inspiró esos movimientos, en demasiados casos esas relaciones resultan ser demasiado tenues. En el caso de los cátaros, a los contemporáneos les parecía más evidentes la influencia de un maniqueísmo mesopotámico que había llegado a Francia por intermediación de los los bogomilitas de los balcanes. Las peripecias de Wycliff y Tyler siguen caminos que nunca se cruzan: éste como revolucionario utópico que pretender crear un nuevo orden social, aquél como reformador eclesiástico que no pasa nunca del plano teórico. Por último los husitas prácticamente adoptan la figura de Juan Hus, evolucionando igualmente hacía una revuelta de tipo milenarista que ansía la llegada del fin del mundo, y por tanto lucha con el fanatismo del que se sabe ya salvado e inmortal.

Parte de este fallo de la obra, está en las mismas fuentes. Los cronicones medievales, obviamente, no se preocupaban por investigar los hechos, ni sus causas, sino por ofrecer un relato sesgado, casi de buenos y malos. Importaba más cargar las tintas, justificar la culpa o la santidad de los retratados, la razón de las atrocidades o su crueldad intrínseca, que explicar en qué creían esos rebeldes y por qué se había llegado a esa situación. Nos quedamos sin saber,  faltos de datos, perdidos y confundidos entre relatos contradictorios, sin que sepamos decidir quien nos miente o dice la verdad, mucho menos quien tenía razón

El historiador se ve obligado, por tanto, a ser frío. Craso error, a mi entender porque si algo caracteriza a esos movimientos es el frenesí, la creencia ciega en lo que, desde nuestra perspectiva, no son sino errores, supersticiones y absurdos.

Pero de ese frenesí hablaremos en otra entrada. Cuando les comente el siguiente libro.

No hay comentarios: