Ju Dou, de 1990, es la segunda colaboración de Zhan Yimou, como director, y Gong Li, como actriz protagonista. Con esta obra quedó demostrado que el éxito de Hong gao liang (Sorgo Rojo, 1987), opera prima con la que Occidente se quedó boquiabierto, no había sido una casualidad. Era evidente que Yimou era un director con personalidad propia, con mucho que decir y a quien quedaba una larga trayectoria por recorrer.
De hecho, considero Ju Dou es mejor película que la primera obra de Yimou. En primer lugar, por estar mejor trabada temáticamente: la acción queda reducida a apenas cuatro personajes y se centra en la relación extramarital, extendida a lo largo de muchos años, que dos de ellos mantienen. No hay, por tanto, distracciones, excursos o cisuras importunas. Por otro lado, la trama es muy cercana al Naturalismo de un Zola. No tanto por la sordidez o lo truculento de algunas de sus escenas, sino por su pesimismo sobre la naturaleza humana, unida a una clara ambigüedad moral en lo que se refiere al carácter y de los personajes. Aunque el autor y el público simpaticen con algunos de ellos, los que sufren a manos de otros, esto no quiere decir que los humillados no sean capaces de mezquindades, incluso abyecciones. La injusticia, la dominación, el uso desmedido y cruel del poder acaban por contaminar y corromper todos los aspectos de la vida, incluso los más puros, nobles y exaltados.
Esa visión desolada del mundo puede parecer sospechosa en la actualidad, pero yo la veo más sincera y veraz. Nuestra ansia contemporánea por el optimismo a machamartillo y el final feliz obligatoria parece mas bien una vía de escape ante una realidad que de continuo aplasta nuestros sueños e ilusiones. O quizás es que soy ya demasiado viejo y he perdido la capacidad de creer y tener fe... pero me desvío y extravío.
Sigamos. Aparte de esta unidad dramática, Yimou continúa avanzando en su concepción del color, aunque su uso, en esta ocasión, sea mucho más comedido. En apariencia, sólo en apariencia, porque lo que está haciendo es adaptarlo al tono de su narración. Es decir, dada la atmósfera asfixiante y sárdida de la historia, lo que hace el director es reducir su paleta a las tierras y los pardos, indicadores de la vida gris y sin esperanzas de los protagonistas, pero incluyendo aquí y allá, como aviso de cambios o delimitador de momentos decisivos, colores mucho más vivos y llamativos. Inesperados toques de color que se ven reforzados, como en Hong gao liang, por uso de la saturación antinatural propia del Technicolor. Colores subidos de tono que no molestan, puesto que surgen de forma natural, al transcurrir la acción en el interior de un establecimiento de tintes.
Giro hacia unas formas largo tiempo abandonadas en Occidente que se ve subrayado por otro anacronismo. Si Hong gao liang había sido rodado en formato panorámico, Ju Dou está filmado en un 4/3 estricto. Esta decisión. aún aceptable a finales de los 80 del siglo XX, nos enfrenta con otra disonancia contemporánea. En nuestros días, tras décadas de victoria del 16/9 -y ratios aún más alargadas-, los formatos cuadrangulares se ven como angostos, propios sólo de películas que busquen crear una sensación claustrofóbica. Sin embargo, para un espectador de los 80/90 -y no digamos un director de ese tiempo- habituado a ver películas antiguas de continuo, el 4/3 ofrecía -y ofrece- posibilidades que están vetadas al 16/9. En concreto, la composición en vertical y en profundidad. Vías que Yimou utiliza para romper las estrecheces de las cuatro paredes del establecimiento de tintes y convertirlo en un espacio lleno de recovecos y escondrijos. Donde los amantes se pueden esconder a ojos inquisitivos y donde, en contrapartida, las amenazas pueden permanecer ocultas hasta el último instante.
Y no es la última mirada al pasado. Al contrario de las películas actuales, sobrecargadas de diálogo y música, Yimou sabe renunciar a ambas. Le bastan las actuaciones en silencio de sus actores -en especial Gong Lí- , reforzado por un montaje pleno en sentido y alusiones, para transmitiros las tormentas que ocultan en su interior, los deseos que no pueden nombrar, los silencios a los que se ven obligados. Represión que se va acumulando, incrementando la tensión hasta límites intolerables, hasta que estallan arrasando todo.
Momentos de liberación -o de perdición- marcados por el montaje y, como no, por el color.
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