Blood, The last Vampire, dirigida por Hiroyuki Kitakubo en el año 2000 y producida por Production I.G. pertenece a un conjunto de obras, situadas alrededor de la charnela del año 2000, que marcan un punto de transición en la historia del anime. En esa época se produjo la transición de la producción tradicional, manual y con acetatos, aquejada por defectos y errores inherentes al propio formato, a la realizada por ordenador. limpia, brillante, perfecta. Sin embargo, mientras que en Occidente ese cambio tecnológico llevó al triunfo por completo de la 3D, forma única del largometraje de animación comercial desde largo tiempo, en Japón se siguió manteniendo la ficción del dibujo a mano, aunque mucho de lo mostrado en pantalla fuera sintético.
Ese anclaje en lo tradicional provoca que gran parte de las producciones de anime de ese tiempo -al menos las de primera categoría- tengan poco que envidiar a lo que se crea ahora, mientras que demasiadas producciones de animación occidentales de esa misma época parezcan torpes y bastas. No obstante, ese acabado conservador no implicaba que los estudios de anime se limitasen a apuntalar su trabajo con ayuda de las nuevas técnicas. Por el contrario, buscaban experimentar con esas herramientas recién inventadas, intentando apurarlas hasta sus últimas consecuencias, a pesar de los muchos problemas que aún presentaban. Una tarea en la que brillarían dos productoras de muy distinta suerte: Gonzo y Productions I.G.
En aquellos tiempos, la brillantez de esas producciones parecía aún mayor, al estar desprovistas de los defectos que plagaban la animación tradicional, como temblores, inconsistencias de colores y dibujo, objetos extraños, desgaste del propio celuloide... Su éxito propició que muchas se constituyesen en franquicias, en donde sucesivas entregas ampliaban lo apuntado en su primera entrega o construían otros universos paralelos. Blood, The last Vampire, por ejemplo, dio lugar a dos series de animación Blood+ (2006, Junichi Fujisaku) y Blood C (2011, Tsutomu Mizushima) que no resultaron tan logradas como la primera. Blood+, a pesar de su interés, adolecía de un defecto muy común en este tipo de producciones: los malos eran tan poderosos que deberían vencer por necesidad a los buenos, lo que obligaba a recurrir a deus ex machina continuos para impedirlos. Blood C, por su parte, caía en un error también muy habitual: la serie no pasaba de ser una introducción a una historia que nunca se concretaba, puesto que las siguientes entregas sólo buscaban un perpetuum mobile que se consumía en su propio movimiento.
Esto no quiere decir que Blood, The last Vampire estuviera desprovista de defectos. Su corta duración -no pasaba de mediometraje- sólo permitía abocetar a los personajes y deja demasiadas preguntas por contestar. Algunas llegarían a serlo en entregas siguientes, pero el tono había sido cambiado de tal manera que esas continuaciones nunca llegaban a casar entre sí. Por ejemplo, el personaje principal, Saya, en la primera entrega se presentaba como un combatiente endurecido y desengañado a pesar de su corta edad, alguien quien no importa dejar un reguero de muertos a su paso, siempre que cumpla su misión -misión que por cierto, tiene una evidente componente turbia, que series posteriores no exploraron-. Por el contrario, en Blood+, Saya es un personaje torturado, que se debate entre el recuerdo de un paraíso original -su inocencia- para siempre perdido y la tarea de matarife despiadado que le ha sido encomendada.
No obstante, esos silencios del guion de Blood, The Last Vampire se ven compensados por la brillantez de su acabado. Brillantez que no se limita a exhibir efectos visuales, sino que los cimienta sobre un claro realismo. Para hacer creíble la historia de vampiros que narra, la ambienta en un lugar plausible -el Japón de los años sesenta- que se describe con todo lujo de detalles. Lo extraordinario, por tanto, tiene lugar en un escenario concreto, perfectamente delimitado, que a su vez determina como se desarrollará la peripecia, sin dejar nada al albur. Blood, The last Vampire sigue así las normas del anime surgido de los ochenta -y llevado a una cierta perfección en los noventa- donde se buscaba plasmar historias orientadas hacia un público adulto, rodeadas de un aura de seriedad y profundidad -y una cierta contención en sus peripecias- que se ha perdido casi por completo en el anime más reciente.
Tanto por la victoria del complejo moe-kawai a finales de la primera década del XXI como por un giro del público hacia historias más optimistas y luminosas. Lo que torna a esas producciones pasadas -ya casi históricas- aún más atractivas.
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