No había oído hablar de Lionel Rogosin hasta hace unos meses, cuando encontré, en mis búsquedas periódicas en pos de nuevas ediciones de DVD/BR, una compilación en dos volúmenes de sus obras. Se anunciaba como restauración de documentales únicos, que habían levantado gran expectación en tiempo de su estreno, allá en los años sesenta. Como devoto de esa forma, ni me lo plantee y los adquirí. Así, a ciegas. Fiado en que otros impulsos del mismo estilo me habían llevado a descubrimientos maravillosos, como Margot Benacerraf y su Araya.
Les comentaré a continuación mis primeras impresiones, pero antes ¿quién era Lionel Rogosin? Consultando Wikipedia, me llamó la atención lo exíguo de su obra, unos pocos documentales famosos, alguna obra de ficción sin pena ni gloria, para luego, de 1970 en adelante, quedar en completo silencio. No por falta de ideas, sino por ausencia de patronos y financiación. Como si su radicalidad social le hubiera llevado a ser un apestado en la América moderna y neoconservadora que surgió en esa misma década, a pesar de su efímera gran fama. Porque lo central en el cine documental de Rogosin es precisamente su carácter de arma política, el uso de la cámara para combatir la explotación capitalista, el racismo y el fascismo.
Por esas razones, Good Times, Wonderful times (Buenos tiempos, magníficos tiempos, 1965) sea quizás la mejor introducción a su obra, a pesar de su posición tardía en su filmografía, casi constituyendo el cierre de su periodo de gloria. El principio de esta película es engañoso en su sencillez. Rogosin parece limitarse a rodar, tal cual ocurría, una fiesta en una casa de clase media londinense, registrando reacciones y conversaciones espontáneas, como si nos hallásemos en otro ejemplo más de Cinéma Verité. Dado el tiempo en que se supone transcurre la acción y el hecho de que es una reunión de adultos, se intuye la libertad sexual que despuntaba entonces, así como un cierto atrevimiento en los temas tratados en las conversaciones. Tanto por el hecho de que las mujeres allí presentes se atreven a responder a los hombres, como que poco a poco, los debates derivan hacia la política.
Sin embargo, casi de inmediato, la película sigue otros derroteros muy distintos. Esas conversaciones se ven interrumpidas por secuencias documentales reales, flashes repentinos que iluminan y recuerdan las muchas atrocidades del siglo XX. El ascenso del nazismo y la fanatización nacionalista y racista de una sociedad entera. Los bombardeos terroristas contra la población civil, cuyo epítome son las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Las guerras mundiales que se enquistan en matanzas sin final ni sentido, completamente inútiles. El genocidio por antonomasia, por último, el de los nazis contra los judíos europeos, que sólo es el más visible de tantos y tantos otros que han ocurrido en los últimos cien años.
Al principio, estas interrupciones y desvíos pueden parecer arbitrarios, caprichosos. Gratuitos, incluso. Sin embargo, vienen a recordarnos algo muy importancia. La ligereza e irresponsabilidad con que tocamos ciertos temas, a veces rayana en la complicidad criminal. Juicio duro, pero merecido, porque las calamidades que suceden a otros siempre nos son indiferentes, a menos que no las suframos nosotros mismos o seamos quienes las infligimos. Caso éste último en que buscaremos el medio de justificarlas y racionalizarlas, sea como acto de autodefensa, sea como solución más humana y misericordiosa, o bien procederemos a borrar y ocultar el horror y la crueldad intrínseca a esas acciones, resaltando cualquier factor positivo, aunque sea accidental y pasajero.
Así, cuando alguno de los invitados a la fiesta romantice la vida militar, celebrándola como escuela de carácter y diversión propia de hombres, Rogosin muestra casi inmediatamente la guerra de trincheras, el inmenso matadero que consumió a millones de jóvenes europeos. Cuando se celebre la patria, las banderas, se cante el honor que supone servirlas y obedecerlas - ¡maldita actualidad! - seremos obsequiados con las glorias del nazismo, sus actos de afirmación de masas donde el individuo y la diferencia quedaban anulados, el lavado de cerebro que sufrió toda una generación, orientado a que aceptasen morir sin rechistar o asesinaran a otros, creyendo que era lo justo y necesario. O finalmente cuando se justifica el uso de la fuerza, la destrucción sin trabas, la aniquilación indiscriminada, se nos obliga a ver a todos aquéllos inocentes que fueron carbonizados, destripados, desmembrados por las bombas que con tanta generosidad se arrojaban. Para salvar la civilización, la humanidad y la justifica, preferentemente.
Atrocidades de las que somos cómplices. Por tomarlas como algo natural, por reducirlas a comentario, incluso chiste, por dejarlas nombrar sin rechistar. Por preferir nuestra comodidad, todos los privilegios que tenemos por nacer donde nacimos, por pertenecer a donde pertenecemos, en vez de hacer cualquier cosa, aunque sea la más mínima, aunque sea simplemente levantar la voz.
Porque incluso podemos llegar a considerarnos inocentes, viendo este documental. Sentirnos indignados ante la pasividad de esos londinenses de los años sesenta, sin darnos cuenta que ese orgullo, esa superioridad, son indicios de nuestra similitud con ellos.
De nuestra culpabilidad compartida y heredada.
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