En una entrada anterior, hablando de Chanson d'ar-Mor (1935), les decía que el cine de Jean Epstein en la década de los 30 podía haber sido percibido como retrógrado y conservador, en completa oposición con su militancia en la vanguardia cinematográfica de la década anterior. Sin embargo, para tener una visión completa y equilibrada del asunto hay que tener en cuenta que el cine de Epstein en esa época, como el de todos sus contemporáneos, tuvo que enfrentarse a la profunda crisis que supuso la implantación del cine sonoro como formato único de producción.
La historia es conocida: la necesidad de grabar el sonido en directo obligó a inmovilizar las cámaras, robando al cine sonoro de la agilidad visual del cine mudo. Aunque parte de esa movilidad se recuperó a mediados de los años 30, gracias al doblaje en estudio y la utilización de nuevas técnicas de grabación en directo, el cine adoptó las formas del llamado clasicismo cinematográfico, donde eran los personajes quienes se movían dentro del plano, no la cámara, y estaba intentaba permanecer en un segundo plano, invisible e imperceptible. No obstante, esta descripción, aunque cierta, no resume completamente los muchos ensayos e intentos de ese periodo de transición. Un tiempo en el que, no se olvide, se siguieron rodando películas mudas, más o menos sonorizadas, más o menos al estilo antiguo, y se buscaron vías mixtas que al final tuvieron que abandonarse, por una razón u otra, para dejar paso al clasicismo que imperaría hasta la década de los sesenta y aún hasta nuestros días..
Es precisamente este carácter de obras de transición el que lastra la producción de Epstein en ese periodo, contribuyendo a que su persona y su obra quedasen en la penumbra, como un cineasta ya pasado, agotado, y sin repercusión en la creación de ese nuevo estilo que aún no se llamaba clasicismo. L'or des mers (1933) película que he visto este fin de semana pasada, es un claro ejemplo de los problemas casi insalvables a los que se tuvo que enfrentar Epstein a la hora de crear una obra que aunase lo mejor del mudo y del sonoro. En pocas palabras, L'or des mers es una película que ha sido rodada con las técnicas del mudo, buscando dar una impresión de autenticidad cercana a la de un filme documental, pero a la que luego se ha añadido un acompañamiento musical en estudio, además de las voces de los personajes en ciertos momentos cruciales. Cruce extraño y forzado, en el que ambos mundos, visual y sonoro, no acaban de casar completamente.
En el caso del acompañamiento musical, su principal problema es que se trata de la música que se podría escuchar en una proyección en directo de una película muda. Es decir, es una música especialmente intervencionista, que guía a los espectadores y subraya cada escena por separado, sin pensar en si las imágenes o su progresión lo necesitan. Una banda sonora así ahora sería considerada como mala, al competir con lo que se ve en la pantalla e impedir así que el espectador pueda adentrarse en la cinta y crear su propio espacio sentimental. Un defecto que a pesar de muchos años de música incidental en el cine sigue siendo de completa actualidad, ya que demasiadas producciones de Hollywood intentan que la música dote a sus imágenes de la fuerza que no tienen o que, en otros casos, se vuelven genéricas y anodinas, músicas para momento dramático, músicas para escena de acción, músicas para instante romántico, perfectamente intercambiables entre una película u otra.
Aún así, la pelicula podría haberse salvado, ya que tras el primer choque inicial el oído es capaz de aconstumbrarse a todo, llegando a borrar cualquier banda sonora por fea, inadecuada o contradictoria que ésta sea. Así habría sido también en este caso, sino fuera porque el doblaje posterior al que fue sometido el material de partida, clara muestra de la imperfección de las técnicas de ese tiempo y de la inexperiencia en su uso. No es ya que las voces suenen falsas, teatrales, negando el carácter documental, de testigo ocular, de las imágenes de Epstein; es que no están sincronizadas con los labios de los personajes, a quienes claramente se les indicado que actúen sólo con el rostro, las manos y el cuerpo. El resultado es que las voces parecen provenir de otro mundo completamente distinto, en oposición directa al muy real de la película, destruyendo así cualquier ilusión de verosimilitud y casi obligando a escucharla sin sonido, para permitir que sean las propias imágenes las que creen su propia música.
Y es una auténtica pena, porque las imágenes de Epstein en esta película son particularmente poderosas, ejemplos perfectos de como el mudo podía narrar una historia y transmitir los sentimientos ocultos de los personajes, sin utilizar una sola palabra. Una virtud que llegaba a su culmen cuando se contaba con un actor de sensibilidad e instinto, características casi imposibles de hallar en un aficionado, pero que Epstein encontró en este caso en una de las aldeanas a las que retrató su camara, quien se convierté en el auténtico centro de la película y cuyo rostro, los múltiples matices que es capaz de plasmar, no se cansa de retratar la cámara de Epstein.
Una pena ciertamente, pero ya les digo, basta quitar el sonido y dejar puestos los subtítulos para que una película mediocre en su forma final se transforme en casi una obra maestra, a la altura del genio de un cineasta mayor como Epstein
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