Hay labores que permanecen en la penumbra, pero no por ello dejan de ser menos importantes. Una de ellas es la realizada por la fundación Mapfre en el campo de la fotografía, donde está contribuyendo a trazar una auténtica historia de ese arte mediante sus exposiciones, a las cuales dedica regularmente uno de sus espacios. En mi caso, y hasta hace nada, esas salas específicas me quedaban un tanto a trasmano, por lo que si la temporada expositiva venía un poco llena, terminaba por perdérmelas. Sin embargo, con el reciente traslado del Azca a la calle Barbara de Braganza, al lado de su sede principal, basta con salir de una para continuar con la otra, con lo que ya no me queda excusa... menos aún cuando resulta que la exposición secundaria es mucho más interesante y recompensadora que la principal.
No voy a profundizar mucho en ese tema, puesto que ya dedicaré una entrada entera a la exposición "mayor". Baste decir que la muestra de Sorolla tiene los defectos habituales en ese tipo de retrospectivas con éxito asegurado: proponer la revisión de un artista famoso demasiado revisitado, estar abarrotada por gentes atraídas por el reclamo del artista famoso y adjetivado como impresionista, concluir sin ofrecer realmente nada nuevo. La muestra "menor", sin embargo, dedicada al fotógrafo contemporáneo Stephen Shore, tiene la ventaja de poderse visitar con tranquilidad y sin aglomeraciones, además de, más importante aún, permitirnos adentrarnos en nuevos horizontes estéticos.... al menos, para aficionados, como yo, con más lagunas que conocimiento.
¿Y qué es lo importante, lo nuevo en Stephen Shore? Como relata la exposición, Shore comenzó su obra siguiendo los pasos de Walker Evans, el famoso fotógrafo de la depresión del 29, persiguiendo por tanto un realismo documental en la que la reproducción sin distorsiones de la realidad era el objetivo fundamental. Sin embargo, Shore, crecido en la turbulenta década de los 60 del siglo XX, pronto se puso en contacto con los círculos experimentales y vanguardistas de la cultura americana de aquel entonces. En concreto, con la famosa factoría de Andy Warhol, lo que le llevaría a enfocar su obra en el análisis y crítica de los presupuestos estéticos de la fotografía, en claro avance de lo que sería el postmodernismo de los años 80.
El primer elemento que Shore utiizó para desarrollar esa puesta en tela de juicio de los fundamentos de la fotografía fue el uso de la serie como marco expresivo. En realidad todo fotógrafo crea series, conjuntos de fotografías con una unidad temática, sólo que de ellas va extrayendo las mejores, las más efectivas, la más relevantes. Así, a pesar de la existencia de una serie original, la distintas fotografías pueden contemplarse aisladas, por separado, incluso mezcladas y barajadas, como objetos únicos y perfectos, condensación de su mirada, que no necesitan de las otras para ser comprendidas, que se han liberado de la secuencia a la que pertenecían.
Para Shore, sin embargo, la serie es fundamental. Lo que él propone es retratar un paisaje, un momento, una situación, unas personas, de forma exhaustiva y completa, de manera que mediante la inspección de su "reportaje" pueda reconstruirse el ambiente, la inasible sensación de vivir allí y entonces. Su obra se convierte en un complejo puzzle, donde perder una pieza supondría arruinarlo, donde las piezas singulares no son importantes por sí mismas, en muchos casos son abiertamente banales y anodinas, pero es su yuxtaposición espacial, la reconstrucción que permiten intentar a nuestra mirada, la que les da valor, la que les confiere el rasgo de obra única, de auténtica creación artística.
Hay que añadir un detalle más. Esa banalidad, esa irrelevancia de las fotografías aisladas de Shore no se debe sólo a su tema, a ser capturas de una vida cotidiana que se mueve entre el kitsch y la mediocridad, reflejos de una América cochambrosa que late tras la fachada engañosa de un imperio mundial. Lo importante es que en esa búsqueda para representar la realidad tal y como es, Shore rompe conscientemente las reglas tácitas de lo que debería ser una fotografía bien hecha. Normalmente se habla del estilo de Shore como una reproducción de lo que serían las fotografías de aficionado, pero no es cierto, ya que el aficionado corriente intenta crear fotografías que sean "bellas" y "perfectas", aunque luego le salgan mal y esa "belleza" sólo traicione mal gusto y esa "perfección" se reduzca a utilizar todas las opciones del menú de la cámara.
Lo que Shore intenta conseguir es las inclusión de los errores típicos de aficionado en el resultado final de sus fotos. Así, en ellas podremos encontrar desde el flash que no ilumina toda la escena o que la sobreexpone, a los ojos rojos que todo fotógrafo principante aprende a eliminar en primer lugar. Añadase a eso el encuadre descuidado o demasiado dramático, la elección de temas banales, como la mesilla de noche o la comida que se acaba de consumir, o la de falsos sublimes, como pueden ser paisajes-marcos incomparables, pero que son arruinados por el descuido del fotografo, que no se da cuenta de la intrusión de la civilización en la naturaleza inmaculada o cuya torpeza deja áreas sin enfocar.
Una acumulación de efectos que en un fotógrafo aficionado consideraríamos errores inaceptables, traspiés que nos harían sonreírnos disimuladamente mientras elogiamos mentirosos a quienes nos muestra sus obras maestras, sin saber de los defectos (in)visibles que allí se aprecian. Todo lo contrario que en el caso de Shore, porque esa búsqueda premeditaba del desliz, del fallo, dota a sus imágenes de una inmediatez, de una naturalidad, que consigue paradójicamente el mismo efecto buscado por su maestro Walker Evans, situarnos allí y entonces, resultado amplificado, remachado, por la serie inacabable en la que se encuadran cada una de sus instantáneas.
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