The most significant movement which received the Inquisition's attention involved the followers of Inés, who become a prophetess in the town of Herrera del Duque, at the southern edge of the Spanish Meseta. The Toleado Inquisition tried more than thirty of Ines's followers, and the relevant documents provide some indication of the character of the visionary and her community. According to the testimony of Juan de Segovia, a shoemaker in Cordoba, Ines's prophecies were directed particularly to conversos. She told her listeners that, before the Messiah came, for the first time, and not the second, as Christians believed, angels would appear, and there would be other signs in heaven. The Messiah would take the Spanish conversos to the Promised Land, where they would eat from golden plates 'and she said because she was a sinner she could not see them, and wept for it'. Inés claimed that her dead mother had come to fetch her, and had taken her up to heaven. She ascended, holding her mother's hand, with an angel for company, and also a boy whom she had known, and who had died some years earlier. Inés passed through Purgatory, in which souls were suffering, and then, reaching Heaven, saw other people, 'on golden chairs, in glory'. The angel told her that they had been persecuted by the Inquisition. 'Friend of God, those who rest up there are those who were burned on earth'. The visionary and prophetess claimed to have received signs from heaven, an ear of corn, an olive and a letter, to authenticate her experiences in the eyes of her listeners. Witnesses later told the Inquisition that she soon claimed to be visiting heaven every week, and that she led a movement, first in the area to the north of Cordoba and then in the city itself, which had distinctly 'Judaizing tendencies'.
John Edwards, The Spain of the Catholic Monarchs.
En mi revisión en paralelo de las historias de España dirigidas por John Lynch en los años 90 del siglo XX y la más reciente de Fontana/Villares ha llegado el momento de retroceder en el punto alcanzado en esta última, el final del siglo XVI, para volver al relato del reinado de los reyes católicos que John Edwards realizó para la primera.
Ya he comentado cómo la actualidad política de España, en la que la propia permanencia de este estado se ve cuestionada, ha traído a primer plano la figura de los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, un tanto desdibujada durante los tiempos de la transición, tras la desaparición del sueño imperial evocado por el Franquismo. En este revival se incluyen tanto la reconstrucción a contrapelo del pasado realizada por los independentistas catalanes, en la que Fernando representaría el papel del traidor máximo en la tragedia nacional, como novelizaciones televisivas a la mayor gloria de Isabel y sólo de Isabel, muy del gusto de un nacionalismo centralista que siempre se ha imaginado castellano y para el que la historia o la presencia de los otros reinos peninsulares es completamente irrelevante.
Sin embargo, y a pesar de ese interés reciente, la figura, importancia e influencia de los Reyes católicos sigue siendo ignorada y desconocida para la mayoría de los habitantes de esta casa de locos llamada España. Mejor dicho, el reinado de los reyes católicos parece reducirse al año glorioso de 1492, en el que, repetinamente, el moro es expulsado, la unidad nacional conseguida por ensalmo, y no menos milagrosamente las Americas son tropezadas, para junto a ellas, encontrar asímismo la vocación de Imperio universal. Si acaso , se hace una breve referencia al "problemilla" de Isabel con su sobrina Juana, en el cual, por supuesto, la reina católica tenía toda la razón, y a las campañas relámpago del Gran Capitán, castellano, como no podía ser de otra manera, en el reíno de Nápoles contra los malvados gabachos.
La revisión de este reinado, crucial por suponer el inicio de esa cosa llamada España, se vuelve así una tarea crucial, aunque sólo fuera por limpiar el recuerdo colectivo de tantos errores y mitos perpetuados de generación en generación. Sin embargo, cualquier análisis de los Reyes Católicos debe partir del hecho de que las fuentes están inevitablemente sesgadas. Los cronistas son invariablemente castellanos, excepto, claro está, cuando nos metíamos en el patio de los vecinos, mientras que su tono es constantemente elogioso y ensalzador, en ocasiones casi de cumplimiento de profecía, como si la ascensión de Isabel y Fernando fuera el primer signo de la segunda venida de Cristo.
Se trata, como pueden suponer, de propaganda contemporánea disfrazada de historia, táctica habitual que en sí no supondría un problema, o al menos no supondría un problema demasiado grave, si no fuera porque esta propaganda ha sido repetida una y otra vez a lo largo de nuestra historia hasta convertirse casi en la única verdad creíble, siempre y cuando se aspire a ser español de pro. Primero lo fue por la monarquía Habsburgica, empeñada en justificar su arribada casual a la corona de Castilla, tornando a sus antecesores en mejores de lo que eran. Segundo, por el liberalismo decimonónico, en su intento de contruir una identidad nacional al modo del resto de potencias europeas, en la que religión, lengua e historia constituyesen una herencia común e irrenunciable. Por último, por el Franquismo, obsesionado, como todos los fascismos, por erigirse en la encarnación de las herencias nacionales, demostrando así de paso que su régimen había sido anticipado en todos los momentos de gloria y grandeza verdadera.
Me gustaría decir que el libro de Edwards es un buen paso en esa dirección. Lo es, en cierta manera, sólo por incluir una inmensa cantidad de datos sobre los años anteriores al 1492, que ayudan a ver con mejor perspectiva los problemas y dificultades de los Reyes Católicos para afianzar su dominio. Queda bastante corto, sin embargo, en lo que se refiere a los años posteriores a la fecha mágica, resumidos en unas pocas páginas por falta de espacio; pero sobre todo se ve lastrado por una evidente confusión expositiva. Así, se duplican datos sin venir a cuento, como ocurre las andanzas europeas del rey Alfonso de Portugal, en su intento por reanudar la guerra contra Castilla para entronizar a la heredera Juana; mientras que otros quedan en la penumbra, caso de la ascensión de los Habsburgo al trono castellano, al morir uno tras otro todos los herederos preferidos por Isabel y Fernando, entre ellos el príncipe Juan o el hijo de la Infanta Isabel con el heredero del trono portugués, lo que habría llevado a una una unión peninsular completa y nos habría evitado entrar en el avispero europeo.
Queda en el haber de Edwards traer a la luz fenómenos poco conocidos, normalmente silenciados en la narración ese periodo, como son las complejas relaciones de la corona de Castilla con la de Portugal, además de situar sincrónicamente las dos expansiones atlánticas, lo que ayuda a explicar porque Colón fracasó en convencer a los reyes portugueses de su proyecto. Notable es también su descripción detallada de los complejos movimientos religiosos de ese tiempo, sin limitarse a la institución de la Inquisición, sino ampliandolo a la lucha entre "conventuales" y "reformados" dentro de las órdenes religiosas, ejemplo de esa reforma antes de la Reforma, que luego cristalizaría en la Contrarreforma Tridentina, o los movimientos mesianicos, de salvación o simplemente de supervivencia clandestina, de judios, moriscos o criptojudios.
No menos importante es señalar aunque sea de forma indirecta los problemas básicos que quedan por resolver o reevaluar de ese periodo. Primero, el complejo embrollo de la sucesión de Isabel a la corona de Castilla, que si se deja a un lado la acusación de ilegítima tan frecuentemente asociada a su sobrina Juana, toma visos de auténtico golpe de estado, muy en la línea de los asuntos de Castilla durante los Trastámara. En segundo lugar, examinar hasta que punto la campaña de Granada constituye un intento por parte de los Reyes Católicos para distraer la atención de sus súbditos y unirlos en una misión común: la lucha contra el moro, además de dejar claro el protagonismo que en esa campaña y en el reíno de Castilla toma el rey consorte Fernando, frente al papel secundario de una Isabel que no está ni siquiera presente en la rendición de Boabdil. Queda también analizar el modo en el que, durante la década de los 90, la política castellana se engarza en el complejo juego de poder de las monarquías europeas, aún disputándose la herencia Borgoñona, y como esto se entra en conflicto con las tradicionales alianzas, generalmente opuestas, de los reínos penínsulares. Por último, habría que retrazar el confuso juego de poderes y casualidades que lleva a los Habsburgo a heredar la corona de Castilla y, por un breve instante, sólo esa.
Una tarea ingente, que requeriría años y muchos estudiosos, y que me temo que nadie está por abordarla, dado el clima político actual y nuestro amor por las mentiras, siempre que sean las nuestras.
John Edwards, The Spain of the Catholic Monarchs.
En mi revisión en paralelo de las historias de España dirigidas por John Lynch en los años 90 del siglo XX y la más reciente de Fontana/Villares ha llegado el momento de retroceder en el punto alcanzado en esta última, el final del siglo XVI, para volver al relato del reinado de los reyes católicos que John Edwards realizó para la primera.
Ya he comentado cómo la actualidad política de España, en la que la propia permanencia de este estado se ve cuestionada, ha traído a primer plano la figura de los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, un tanto desdibujada durante los tiempos de la transición, tras la desaparición del sueño imperial evocado por el Franquismo. En este revival se incluyen tanto la reconstrucción a contrapelo del pasado realizada por los independentistas catalanes, en la que Fernando representaría el papel del traidor máximo en la tragedia nacional, como novelizaciones televisivas a la mayor gloria de Isabel y sólo de Isabel, muy del gusto de un nacionalismo centralista que siempre se ha imaginado castellano y para el que la historia o la presencia de los otros reinos peninsulares es completamente irrelevante.
Sin embargo, y a pesar de ese interés reciente, la figura, importancia e influencia de los Reyes católicos sigue siendo ignorada y desconocida para la mayoría de los habitantes de esta casa de locos llamada España. Mejor dicho, el reinado de los reyes católicos parece reducirse al año glorioso de 1492, en el que, repetinamente, el moro es expulsado, la unidad nacional conseguida por ensalmo, y no menos milagrosamente las Americas son tropezadas, para junto a ellas, encontrar asímismo la vocación de Imperio universal. Si acaso , se hace una breve referencia al "problemilla" de Isabel con su sobrina Juana, en el cual, por supuesto, la reina católica tenía toda la razón, y a las campañas relámpago del Gran Capitán, castellano, como no podía ser de otra manera, en el reíno de Nápoles contra los malvados gabachos.
La revisión de este reinado, crucial por suponer el inicio de esa cosa llamada España, se vuelve así una tarea crucial, aunque sólo fuera por limpiar el recuerdo colectivo de tantos errores y mitos perpetuados de generación en generación. Sin embargo, cualquier análisis de los Reyes Católicos debe partir del hecho de que las fuentes están inevitablemente sesgadas. Los cronistas son invariablemente castellanos, excepto, claro está, cuando nos metíamos en el patio de los vecinos, mientras que su tono es constantemente elogioso y ensalzador, en ocasiones casi de cumplimiento de profecía, como si la ascensión de Isabel y Fernando fuera el primer signo de la segunda venida de Cristo.
Se trata, como pueden suponer, de propaganda contemporánea disfrazada de historia, táctica habitual que en sí no supondría un problema, o al menos no supondría un problema demasiado grave, si no fuera porque esta propaganda ha sido repetida una y otra vez a lo largo de nuestra historia hasta convertirse casi en la única verdad creíble, siempre y cuando se aspire a ser español de pro. Primero lo fue por la monarquía Habsburgica, empeñada en justificar su arribada casual a la corona de Castilla, tornando a sus antecesores en mejores de lo que eran. Segundo, por el liberalismo decimonónico, en su intento de contruir una identidad nacional al modo del resto de potencias europeas, en la que religión, lengua e historia constituyesen una herencia común e irrenunciable. Por último, por el Franquismo, obsesionado, como todos los fascismos, por erigirse en la encarnación de las herencias nacionales, demostrando así de paso que su régimen había sido anticipado en todos los momentos de gloria y grandeza verdadera.
Me gustaría decir que el libro de Edwards es un buen paso en esa dirección. Lo es, en cierta manera, sólo por incluir una inmensa cantidad de datos sobre los años anteriores al 1492, que ayudan a ver con mejor perspectiva los problemas y dificultades de los Reyes Católicos para afianzar su dominio. Queda bastante corto, sin embargo, en lo que se refiere a los años posteriores a la fecha mágica, resumidos en unas pocas páginas por falta de espacio; pero sobre todo se ve lastrado por una evidente confusión expositiva. Así, se duplican datos sin venir a cuento, como ocurre las andanzas europeas del rey Alfonso de Portugal, en su intento por reanudar la guerra contra Castilla para entronizar a la heredera Juana; mientras que otros quedan en la penumbra, caso de la ascensión de los Habsburgo al trono castellano, al morir uno tras otro todos los herederos preferidos por Isabel y Fernando, entre ellos el príncipe Juan o el hijo de la Infanta Isabel con el heredero del trono portugués, lo que habría llevado a una una unión peninsular completa y nos habría evitado entrar en el avispero europeo.
Queda en el haber de Edwards traer a la luz fenómenos poco conocidos, normalmente silenciados en la narración ese periodo, como son las complejas relaciones de la corona de Castilla con la de Portugal, además de situar sincrónicamente las dos expansiones atlánticas, lo que ayuda a explicar porque Colón fracasó en convencer a los reyes portugueses de su proyecto. Notable es también su descripción detallada de los complejos movimientos religiosos de ese tiempo, sin limitarse a la institución de la Inquisición, sino ampliandolo a la lucha entre "conventuales" y "reformados" dentro de las órdenes religiosas, ejemplo de esa reforma antes de la Reforma, que luego cristalizaría en la Contrarreforma Tridentina, o los movimientos mesianicos, de salvación o simplemente de supervivencia clandestina, de judios, moriscos o criptojudios.
No menos importante es señalar aunque sea de forma indirecta los problemas básicos que quedan por resolver o reevaluar de ese periodo. Primero, el complejo embrollo de la sucesión de Isabel a la corona de Castilla, que si se deja a un lado la acusación de ilegítima tan frecuentemente asociada a su sobrina Juana, toma visos de auténtico golpe de estado, muy en la línea de los asuntos de Castilla durante los Trastámara. En segundo lugar, examinar hasta que punto la campaña de Granada constituye un intento por parte de los Reyes Católicos para distraer la atención de sus súbditos y unirlos en una misión común: la lucha contra el moro, además de dejar claro el protagonismo que en esa campaña y en el reíno de Castilla toma el rey consorte Fernando, frente al papel secundario de una Isabel que no está ni siquiera presente en la rendición de Boabdil. Queda también analizar el modo en el que, durante la década de los 90, la política castellana se engarza en el complejo juego de poder de las monarquías europeas, aún disputándose la herencia Borgoñona, y como esto se entra en conflicto con las tradicionales alianzas, generalmente opuestas, de los reínos penínsulares. Por último, habría que retrazar el confuso juego de poderes y casualidades que lleva a los Habsburgo a heredar la corona de Castilla y, por un breve instante, sólo esa.
Una tarea ingente, que requeriría años y muchos estudiosos, y que me temo que nadie está por abordarla, dado el clima político actual y nuestro amor por las mentiras, siempre que sean las nuestras.
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