martes, 20 de mayo de 2014

Multiple Visions


Supongo que ya sabrán de mi costumbre de no comentar las exposiciones que visito hasta que lo he hecho por segunda vez. Sabrán también que este año, por unas cosas y por otras, mi programa de visitas se ha visto retrasado, así que estoy dando esa segunda vuelta justo antes de que las cierren, con lo que no creo que mis comentarios les sean de mucha ayuda o guía. Pero bueno, al menos hay que dejar constancia.

En el caso de instituciones que parecen concebir el arte sólo como impresionismo - ya saben cuales - y que tienen más que sobrados medios de propaganda institucional, mis comentarios iban a cambiar el mundo, especialmente cuando se trata de reseñas in extremis. La pena es que en el caso del MNCARS, empeñado desde hace años en explorar de forma enciclopédica las regiones obscuras de la vanguardia histórica o de iluminarlas desde puntos de vista insospechados, cualquier aportación que se haga para llamar la atención sobre ellas, por poco que contribuya a su difusión, es estrictamente necesaria, casi un deber insoslayable. De ahí que las anotaciones entusiasmadas que van a leer a continuación tengan un cierto regusto a amargura y a fracaso, por no haber estado a la altura del deber que yo mismo me había impuesto.


La primera exposición que esta a punto de cerrar en el MNCARS es la del alemán Wols. Este artista es una de esas presencias artísticas excéntricas tan comunes a las vanguardia históricas. Poco conocido, solitario, sin adscripción clara a un movimiento, o mejor dicho, al movimiento de moda en su tiempos, la difusión de su obra se resiente por los bruscos cambios en el soporte utilizado que impiden reconocer a la misma mano creadora, impidiendo por tanto seguir de una manera clara su evolución artística.

En apenas 20 años, hasta su muerte por alcoholismo en 1951, Wols, nacido Otto Wolfgang Schule, transitó de la fotografía al oleo, pasando por el dibujo sobre papel. Es precisamente esta vertiente suya, la de dibujante, la que sea quizás más familiar para el gran público, tanto por su originalidad como por su resonancia sentimental. Como exiliado en Francia del régimen Nazi, Wols paso el conflicto mundial internado en diferentes campos de internamiento, siempre en movimiento, sin domicilio fijo, temiendo la deportación, un periodo de penalidades y miserias en la que su creación artística se centró exclusivamente en el dibujo, únicos materiales baratos y comunes a su disposición.

Lo llamativo de estos dibujos de Wols es que se estructuran como una inmensa red de líneas, entreveradas por algunas notas de color, que constituyen un enigma imposible de desentrañar y en las que apenas es posible vislumbrar algunas formas confusas. Estas obras parecen un claro reflejo de las condiciones de penuria en las que el artista vivía, pero que, paradójicamente, nunca llegan a dejar traslucir desesperación o exasperación sino que se hallan imbuidas de una especial elegancia y serenidad, extrañamente seductora para la vista a pesar de su complejidad, que se deja perder entre los recovecos de las líneas.



La excentricidad y originalidad de Wols se deja descubrir también en su tiempo de fotógrafo antes del conflicto bélico. En esas obras, este artista demuestra una especial sensibilidad para las texturas, subrayadas por el estricto blanco y negro que utiliza. Sin embargo, la impresión de belleza y serenidad tan habitual en sus dibujos se ve negada en sus fotografías por la inclusión de algún elemento discordante e inquietante,  yuxtapuesto de manera insospechada, que desequilibra la composición e induce una impresión de desasosiego y violencia.

Resulta curioso que, una vez abandonada la exposición de Wols, el visitante se tope con otro artista, esta vez contemporáneo, cuya visión de la vida no es menos inquietante, casi de pesadilla. Se trata de la holandesa Elly Strik y sus retratos fantasmales de conocidos y amantes.



La visión que Strik tiene de la humanidad es fascinante y seductora, igual que puede serlo la visión de una planta carnívora para la mosca que está a punto de caer en su trampa. En las personas que le rodean esta artísta no ve la apariencia externa, sino lo que vamos a ser, lo que hemos sido. Es decir, en su mundo desquiciado y aterrador, despojados del disfraz de carne que portan, los seres humanos no son otra cosa que esqueletos andantes; o bien, desprovistos de la cultura y la educación de la que tanto se ufanan, devienen simios, gorilas, animales cuyas pose severa no oculta que sólo se mueven por las pulsiones más básicas, las de la supervivencia.

Un postura claramente (post)moderna, pero al mismo tiempo antiquísima, de rancio abolengo en la tradición europeo. Strik nos habla en lenguaje barroco, el del desengaño, adoptando las formas el de un tiempo pasado, pero crucial en el arte europeo, en que la idea central del arte era mostrar como lo visible no era otra cosa que era disfraz y mentira, un engaño del que había que despertar y desengañarse, para descubrir así la única verdad eterna, la del sepulcro y la corrupción, la de la vaciedad intrínseca de todos los sueños y ambiciones humanas.

Finalmente, para redondear el círculo, queda la exposición dedicada a la artista Hanne Darboven, alguien cuya obra pública se mueve en los términos del arte conceptual, pero que me parece va a ser recordada por haber convertido su casa-estudio, en una especie de santuario-almacén, donde los objetos más dispares y discordantes se dan cita. Ese concepto de Casa-Hogar-Obra de toda una vida es también otra de las constantes laterales del arte moderno, como es el caso de la tumba-mausoleo del cartero Cheval o la casa-escultura de Kurt Schwitters, destruida durante el bombardeo de Hamburgo de 1943.




Lo importante y característico de la casa-estudio de Hanne Darboven es que en ella la artista alemana fue acumulando todo tipo de objetos, sin importarle que fueran obras artísticas u objetos Kitsch. En los espacios de las habitaciones donde realizaba su labor diario, fue amontonándolos, yuxtaponiéndolos, los unos contra los otros sin aparente orden, concierto o ligación. Cada habitación de la casa terminaba por convertirse en una especie de deposito sedimentario, en un registro fósil del tiempo cultural de la artista, donde nada se tiraba, todo se conservaba, hasta Darboven tenía que abandonar ese espacio y trasladarse a otra habitación, dejándola tal y como había quedado en el instante en que ya no cabía nada más. Proceso de creación por deposición que culminó con Darvoben mudándose a otro edificio en las cercanías, mientras mantenía el original como museo.

Un juicio apresurado podría clasificar este caso como síndrome de Diógenes, pero en realidad encarna en pregunta central del postmodernismo: ¿Es posible establecer una jerarquía de valores en el arte? Esta cuestión, para ese sistema filosófico, no admite otra respuesta que un rotundo no, cuya mejor demostración quizás sea esta casa-almacén de Darboven en la que todo se acumula sin preguntas sobre su valor o su procedencia,  donde no es posible distinguir la obra de arte entre la basura, concepto que, por cierto, en realidad no existe ni tiene importancia.

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