Una de mis contradicciones cinéfilas es mi doble afición por la animación y por el documental, géneros que amo por igual, pero que se contraponen en su propia definición. El primero es el epítome de la planificación y el control, de lo irreal y lo recreado; el segundo es la encarnación perfecta de la mirada sin distorsiones ni intermediarios, de la realidad tal y como es, observada así, en primera persona, por el espectador cinematográfico. Como todas las definiciones, ambas son muy útiles a la hora de acotar espacios, pero en cuanto se aplican a obras partículares, tienen una inevitable tendencia a hacerse jirones. En realidad, el azar es parte integrante de la animación, todo animador tiene que aprender a respetarlo, mientras que la preparación y el ensayo son compañeros inseparables del documental, por muy indeseables, espurios, que parezcan.
Esta disquisición viene a cuento porque este fin de semana he visto Chronique d'un été (1961), film dirigido a medias entre el documentalista Jean Rouch y el sociologo Edgar Morín, con el propósito de realizar una radiografía de la sociedad francesa en un momento temporal preciso, el del verano de 1961. De Jean Rouch ya he hablado largo y tendido en este blog y no les ocultaré que se ha convertido en uno de mis directores favoritos, lo que me interesa señalar ahora es que Rouch es un documentalista atípico, alguien que no le interesa tanto hacer de estricto notario de un lugar y un momento, sino permitir que los individuos que pueblan sus imágenes puedan hablar con su propia voz. Objetivo que él entiende de un modo estricto, ya que es común que en sus películas los protagonistas comenten lo que ha quedado reflejado en imágenes, decidan lo que ha de verse o incluso lo recreen ante la cámara.
Puede hablarse así de una concepción estrictamente democrática de la cinematografía, en la que el director deja de ser amo y señor, tirano en definitiva, para convertirse en un colaborador más, al mismo nivel que las personas que su cámara registra. No es de extrañar, por tanto, que una personalidad como la de Rouch, con muchos años de carrera cuando comenzó la década de los sesenta, fuera acogida como un precursor de la Nouvelle Vague por los directores de esa corriente nacida de la revista Cahiers, de forma que si los documentales de Rouch ficcionalizaban, las ficciones de los de directores de la Nouvelle Vague documentalizaban.
Chronique d'un éte, película justo de cuando la Nouvelle Vague nacía (de 1960 es À bout de Souffle, por ejemplo), es quizás el mejor ejemplo de los rasgos estéticos que he ido apuntando en lo que antecede. Al principio se propone como el documental de los documentales, un estudio científico y riguroso de la sociedad francesa de 1961, expresado en las encuestas a pie de calle con las que comienza la cinta. No obstante, a pesar de esas pretensiones de cinéma verité, de realidad sin intermediarios ni manipulaciones, pronto se produce un giro hacia lo particular y lo cercano, hacía el trabajo con un grupo reducido de personas cercana a los directores, cuyas confesiones y andanzas, más o menos preparadas, más o menos espontáneas, se convierten en el centro y el motor de la película.
Este desarrollo podría considerarse, si fuéramos rigurosos, como una traición a los propósitos del mismo cinéma-verité que la película promueve. De hecho, ésta concluye con un coloquio entre los protagonistas tras haber visto el primer montaje del filme, en los que se acusan unos a otros de no haber sido veraces, de haber fingido, actuando conscientemente ante la cámara, una escena completada por un paseo entre Rouch y Morin a lo largo de un museo de antropología, durante el que ambos admiten cierto sentimiento de fracaso, de incompletitud, tras haber terminado la pelicula.
Es cierto, como queda patente al primer vistazo, que las personas que aparecen en los segmentos centrales del filme, no son franceses cualquiera, sino que están relacionados de una manera u otra con los directores del filme. Unos pertenecen al mismo ambiente artístico, caso de la secretaria de producción del filme, otros eran figurantes en filmes africanos de Rouch, los estudiantes de Costa de Márfil de La Pyramide Humaine (1959), mientras que los más alejados en apariencia, los obreros de Renault, en realidad pertenecen a partidos políticos de izquierda con los que Rouch y Morin estaban relacionados .
Se podría calificar la película, por tanto, de reduccionista e interesada. Sin embargo, esta calificación supondría no haber entendido lo que Rouch y Morin pretenden o alcanzan quizás inconscientemente. Un concepto central es que la cercanía personal de ambos directores a las personas que aparecen en el filme permite que las defensas, las barreras que ellas mantienen en su vida corriente se derrumben y desaparezcan. En determinados momentos, los más memorables, no están hablando a la cámara, sino que lo están haciendo con un amigo, de forma que sus declaraciones desembocan en una confesión inesperada y conmovedora, que puede parecer forzada y artificial, cuando no lo es en absoluto. Momentos únicos en los que era especialista otro inmenso documentalista como Claude Lanzmann... y ya saben a lo que me refiero.
Por otra parte, aunque todas estas personas fueran conocidos y amigos de Rouch y Morin, no comparten de ordinario en los mismos ambientes. Sus experiencias y sus percepciones vitales son distintas, cuando no completamente opuestas. Es de oponer estos mundos estáncos, de romper los diques invisibles que los separan, en donde los directores hallan otra fuente de momentos memorables, de verdades cinematográficas por su propia rareza.
Ahí quedan la larga escena en que el obrero de la Renault y el estudiante negro venido de Costa de Marfil, confraternizan y descubren lo mucho que les une, así como los muchos malentendidos que les quedan por disipar, en un ejemplo práctico en la práctica de lo que representa la verdadera fraternidad humana, tan querida - y tan olvidada ahora - por dos intelectuales de izquierdas como Rouch y Morin. O la magnífica escena en la que la opresión creada por el colonialismo europeo se cruza con el recuerdo viviente del holocausto, llevando a la constatación visible de la ignorancia en que las diferentes culturas vivimos las unas frente a los otras, sus habitantes sumidos y ensimismados en sus propios problemas y ofensas, mientras olvidan - o desprecian - las de los otros.
En resumen, una película de momentos, de instantes en los que el pulso se acelera y en que la realidad irrumpe en nuestro espacio protegido - auténtico cinéma verité , por tanto - a pesar de que en muchos casos sepamos que han sido provocados, incitados, por las mentes al cargo.
Técnicas, ardides, que harían despotricar a los adalides de la pureza en el documental, pero que a mí, francamente, me traen sin cuidado.
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