martes, 10 de agosto de 2021

Memories (Recuerdos, 1995), Koji Morimoto, Tensai Okamuracon, Katsuhiro Otomo

Memories (Recuerdos, 1995), anime compuesto por sendos episodios dirigidos por Koji Morimoto, Tensai Okamuracon, Katsuhiro Otomo -y con la colaboración de Satoshi Kon en el más logrado de todos- pertenece a un periodo anómalo en esa escuela de animación. Durante un periodo de treinta años, desde principios de los 80 hasta finales de la primera década de este siglo, se asistió a uno de tantos comienzos en falso, anuncio de nuevos horizontes que luego se frustran, en los que abunda la historia de la animación. Una época que se podría enmarcar, aunque estos límites no sean del todo precisos, entre dos obras maestras: Tenshi no Tamago (El huevo del ángel, 1985) de Mamoru Oshii y Mind Game (2004) de Masaaki Yuasa y Koji Morimoto.

¿Qué caracteriza a ese periodo? ¿Por qué lo llamo anómalo? Es tiempo se caracteriza, en sus obras señeras, por una clara conexión con el cómic occidental. No cualquiera, sino el que desde la década de los sesenta había evolucionado hacia el underground, la vanguardia y la experimentación. Esta deriva tornaba al anime de aquella época muy atractivo para los que éramos jóvenes en los 80 y ya maduros a principios de este siglo. Planteaba misterios, enigmas que podían tener o no solución, por lo que la contemplación de estas obras exigía un claro esfuerzo intelectual. No sólo para descifrar el contenido, sino, en especial, para acostumbrarse a las muchas audacias formales. Quizá no tan radicales como podría quererse, pero sí en completa oposición a los modelos consagrados de la animación occidental o del mismo anime

Unas características, como pueden ver, que tornan fascinante la animación de esas décadas, incluso hoy, cuando el ordenador ha llevado las posibilidades técnicas a niveles que no podían soñarse en el año 2000. Gracias a ellas han permanecido en la memoria y el gusto del aficionado, un logro tanto más encomiable cuanto muy pocas de estas obras pueden considerarse redondas. En demasiadas ocasiones, el edificio que construyen se viene abajo en el tramo final, sus secciones quedan deslavazadas, sin hilazón que las enhebre, o bien la forma toma la primacía frente al fondo, que no pasa de mero andamio. O como en el caso de Memories, donde la brillantez magistral del primer episodio trabaja en contra de los dos que le siguen, de altísimo nivel, pero quedan eclipsado por ese deslumbrante arranque.
 
Magnetic Rose (Rosa Magnética) de Koji Morimoto y con guion de Satoshi Kon, es de una simplicidad engañosa. Una nave de recolectores de residuos espaciales es atraída, por una llamada de socorro, hacia una nave abandonada, en cuya exploración, poco a poco, los tripulantes pierden la capacidad de discriminar entre la realidad y lo imaginario. Una temática donde son evidentes las obsesiones de Kon, para quien la realidad era un tenue velo que se puede desgarrar en cualquier momento, con pasmoso facilidad. Idea cuya progresión es plasmada con rigor inexorable  por Morimoto, uno de los grandes nombres del anime, aunque un tanto en la penumbra, a pesar de que esas décadas no pueden explicarse sin su impronta y su influencia.

Stink Bomb (Bomba fétida) de Tensai Okamuracon, con guion de Katsuhiro Otomo, es un divertimento necesario, tras las seriedad de Magnetic Rose. Rebosante de un descacharrante humor negro, en él un experimento de guerra química fallido, en inicio restringido al laboratorio donde se inició, va destruyendo todo Japón, gracias a la ineptitud y marrullería de las élites dirigentes. Con una animación de primera clase, de ritmo desbocado, alocada hasta el paroxismo, este episodio es una acumulación de más-difíciles-todavia que culmina en un giro final imposible, pero que remacha la estupidez innata de los protagonistas.

Cannon Fodder (Carne de cañon), dirigido y escrito por Katsuhiro Otomo, es el más pesimista y obscuro de todos, ya que muestra una sociedad cuya militarización ha llegado hasta los menores gestos cotidianos. Sólo existe y se organiza para producir munición de artillería que se dispara contra un enemigo invisible, del que no existe prueba alguna de su existencia. Se trata de un régimen totalitario, con ribetes del 1984 de Orwell, en donde una guerra perpetua, ya real o fabulada, sirve para oprimir de forma inescapable a la población... quien la acepta con alegría, incapaz de imaginar otro sistema de gobierno. Una sociedad que Otomo describe con parsimonia, hasta sus más ínfimos detalles, utilizando una paleta de pardos y grises que replica en nosotros la asfixia y la claustrofobia que sienten sus habitantes.

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