En estas fechas navideñas estoy aprovechando para revisar las muchas exposiciones que se me habían quedado en el tintero, debido a las varias interrupciones impuestas por la pandemia y sus sucesivos rebrotes. No creo que el próximo año la cosa vaya a mejorar -parece que estamos a las puertas de la tercera ola- así que habrá que apurar todo lo que se pueda.
La más original de toda las que que he visto en 2020 es Audiosfera, Experimentación sonora 1980-2020, abierta en el MNCARS. Se trata de una muestra sin objetos, cuyo objetivo es proponer al visitante la escucha de piezas musicales experimentales compuestas/generadas/sintetizadas en los últimos cuarenta años, sin forzar un camino o una secuencia concreta. Para ello, el visitante dispone de una tableta que, dependiendo de la sala, escogerá tres piezas aleatorias de un amplio archivo o le permitirá elegir las que quiera, en el caso de que el visitante se sienta más aventurero,. Dado que la versión corta -la de la preselección- supone unos quince minutos de audición por sala, estás han sido amuebladas para permitir que el visitante tome asiento, se sienta cómodo y así pueda enfrascarse en la escucha de las piezas. No sólo para que lo haga con detenimiento, sino para inducir un estado mental especial, de ensueño, rayano en el trance, como pueden ver en la foto que sigue.
La importancia de la muestra no se limita a este montaje poco corriente. Detrás de ella hay un problema mayor, la invisibilidad -¿inaudibilidad?- de la música experimental contemporánea. No ya de las formas más radicales, las cercanas al ruido o la generación aleatoria, sino, en general, de la llamada música "clásica" a partir de 1920. Todo aficionado, por ejemplo, habrá escuchado alguna pieza de Bartok, Stravinski o Sostakovich, incluso las de los fundadores del dodecafonismo: Schönberg, Berg, Webern. Sin embargo, esos encuentros sólo suelen producirse en la medida que estas músicas tienen aún un anclaje en la música del pasado tonal/romántico. Es decir, nos lo recuerdan o son una evolución cercana.
Esto implica, por ejemplo, que a medida que estos compositores se van alejando del modelo tonal/romántico, sus piezas se tornan invisibles: no son programadas en las radios o en las salas de conciertos. Si esto ocurre con compositores con un lugar asegurado en la historia de la música, como los enumerados arriba, imaginen lo que sucederá con los de segunda fila. ¿Acaso les suenan los nombres de Toch, Krenneck o Weinberg?
La situación empeora aún más cuando nos movemos a las décadas de los 50 y 60. Para el que no lo sepa, ese periodo fue revolucionario en la historia de la música "culta". Los compositores de esa época comenzaron a explorar los límites que separan la música del ruido -por ejemplo, grabando sonidos reales y montándolos de manera rítmica o polifónica -, incluyeron nuevas tecnologías y técnicas -como primitivos sintetizadores o generando composiciones mediante ordenadores-, al tiempo que intentaron dar más libertad a los interpretes, tratando que cada interpretación fuera única -por ejemplo, borrando las marcas de duración de las notas o las de entrada de cada instrumentista-.
En cierta manera, exagerando mucho, podemos decir que los compositores de este tiempo -Cage, Ligeti, Stockhausen, Xenakis, Zimmermanm entre muchos otros- pusieron las bases de la experimentación posterior. Sin embargo, para muchos aficionados estos nombres no son más que meras etiquetas, a las que no se asigna una música específica -fuera de algo inaudible-, mucho menos piezas favoritas que vayan a acompañarlos en la vida diaria. Un prejuicio que cierra el paso a extensos territorios que guardan inmensos tesoros, si se quiere tomar el trabajo de ir a buscarlos
No es de extrañar, por tanto, que haya popularizaciones de la historia de la música -las pueden buscar en youtube- que a partir de 1920 se olvidan de la música "clasica" y se centran en el jazz y el rock. Algo que no es malo, puesto que sin dar la importancia que merecen a esas formas populares estaríamos cayendo en el error contrario: el del elitismo. Sin embargo, esa restricción a la música popular nos oculta algo importante: ya no existe música popular, sino industria de la música. En gran medida estamos propagando una visión que ha sido creada por las discográficas y que nos empobrece como cultura, en el sentido que nos cierra el acceso a otros caminos, al igual que la insistencia en el repertorio romántico es suicida para la música clásica.
Volvamos al punto de partida. Lo importante de la música experimental -ruido, síntesis o generación- en los últimos cuarenta años no es que se hayan encontrado nuevas formas, sino que las herramientas técnicas, empezando por el ordenador, están al alcance de cualquiera. Si queremos podemos crear nuestra propia música, a nuestro gusto, sin movernos de nuestro salón o nuestro garaje, si así lo quieren. Añadamos la internet a la ecuación y tendremos que esas piezas, que antes sólo llegaban a muy pocos -por ejemplo, haciendo copias con cassetes-, pueden ahora alcanzar cualquier lugar del mundo y ser escuchadas por cualquiera. Somos, por primera vez, prosumers, creadores y público, concepto que no es nuevo, puesto que ya fue teorizado por la Internacional Situacionista en los años 60 del siglo pasado.
En resumen. Todos podemos componer, no hay límites a nuestra creatividad y la difusión es universal. Lo único que necesitamos es la voluntad de romper las cadenas: las viejas y las que nuevas con las que nos quieren uncir.
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