Solemos tener una imagen equivocada del género documental, que nos lleva a considerarlo fácil, incluso anodino. En muchas ocasiones, esa concepción distorsionada es demasiado certera. Los documentales que se programan en las televisiones siguen a rajatabla un claro patrón. Se construyen como una mezcla de entrevistas e imágenes de archivo -cuando las hay, si no se tira de recreaciones-, todo ello enhebrado con la voz de un narrador que marca el camino a seguir. Desde un punto de vista estético, estos documentales no aportan nada y su única finalidad es la divulgación: comunicar un contenido desde el punto de vista de sus creadores. Como mucho, se harán concesiones a la espectacularidad o el entretenimiento -esa tan dañina pedagogía de la teatralidad- que han conducido al extremo opuesto del pretendido. Ya no se quiere educar, comunicar o enseñar, sino convertir al documentalista en protagonista, como si el tema fuera mea excusa, decorado para sus andanzas, errores y fobias.
No todos los documentales son así. Los mejores, aquéllos que jalonan la historia de esta forma, se han apartado, ya desde los inicios, de ese corsé asfixiante de la entrevista/ilustración. De esa manera, se han construido ensayos fílmicos (Marker), sinfonías ciudadanas (Vertov y Ruthman) o diarios visuales (Mekas). No obstante, el más difícil de esos caminos alternativos, por sus peligros, es el del documental mudo, aquél donde las imágenes se presentan sin comentario alguno, fiando su interpretación en la habilidad para el montaje del director, junto con la inteligencia del espectador. Una aproximación radical, pero que intenta con ella provocar en el público una sensación semejante a los de los protagonistas de esas imágenes. Tener que formarse una opinión sin referencias, sobre la marcha, al tiempo que se corre el riesgo de verse abrumados, convencidos, por esa catarata de escenas sin contexto. El peligro es que se llegue a conclusiones opuestas a las buscadas por sus creadores, como ocurría en Kooyanisqatsi (1983, Godfrey Reggio, Ron Fricke, Philip Glass), en ocasiones loa de lo mismo que denunciaba. O como fue el caso de Swastiva (1973, Philippe Mora), en donde el bombardeo continuo de la propaganda nazi obligó a incluir imágenes de los campos de concentración en medio del film. Para que nadie acabase convertido en nazi por descuido.
Autobiografia lui Nicolae Ceaușescu (La autobiografía de Nicolás Ceaucescu, 2010) de Andrei Ujica es ejemplo notable, de los mejores, de este género del documental mudo. De gran extensión, tres horas largas, se propone narrar la historia de las últimas décadas de la Rumanía comunista, bajo la presidencia de Nicolai Ceaucescu, utilizando en exclusiva los films propagandísticos del régimen: visitas protocolarias, festejos oficiales, inaguraciones, etc., sin que jamás se nos den pistas sobre qué estamos viendo o como interpretarlo. Dado el origen propagandístico del material de partida, el riesgo de verse convencido por ella es evidente, incrementado porque el gobierno de Ceaucescu no pasó de ser una nota al pie en el contexto de la guerra fría. El significado y el contexto de los hechos que se ilustran pueden quedar ocultos al espectador, incluso para el que fue contemporáneo de los mismos, como es mi caso.
Sin embargo, Ujica demuestra su maestría al sortear con elegancia ambos peligros. Las primeras escenas que vemos son las del juicio sumarísimo que precedió a la ejecución de Ceaucescu, cierre de la sangrienta revolución que tuvo lugar en durante la última semana de 1989. En esas imágenes, el líder del partido comunista rumano se muestra incapaz de comprender por qué está siendo acusado, la razón por la que su vida está en peligro. Se refugia en un silencio obstinado y orgulloso, o bien recita largas listas de logros sociales conseguidos bajo su mando. Parece, como quedará demostrado luego, haber creído su propia propaganda, los largos años de adulación sin fisuras que precedieron a su caída. Es gracias a esa introducción necesaria cuando las imágenes que siguen, la propaganda ensalzadora sin límites ni comedimiento, puede ser interpretada correctamente.
Lo que vemos es un dictador que, como tantos otros, cree ser la encarnación del pueblo que gobierna. Alguien que rastrea en el pasado de su nación los más mínimos e instranscendentes momentos de gloria y de orgullo, para revestirse con su manto, considerarse su culminación. Una personalidad vana y fatua que necesita repetidos y regulares baños de multitud, ya sea en las manifestaciones organizadas por su propio partido o en las recepciones multitudinarias preparadas por los regímenes amigos, China o Corea del Norte. Alguien que cree que su megalomanía arquitectónica, plasmada en palacios desmesurados o en la destrucción del tejido urbano de Bucarest, es muestra de su continuo cuidado y preocupación por el bienestar del su pueblo, quien le está agradecido por ser y por existir.
Lo que no evita que toda esa fachada de fingimiento y simulación terminem por quebrarse, revelando tanto la fealdad de una realidad sin afeites como la imperfección e intransigencia del líder. Así, durante una visita a Checoeslovaquia, por entonces sacudida por la primavera de Praga, el líder omnisciente del partido comunista rumano no sabe cómo responder a las preguntas directas que le plantean, si no es evitándolas y sintiéndose injuriado. Ira tanto más acrecentada porque no puede castigar al deslenguado que le interpela con tal insolencia. O como cuándo en el congreso preparado para su ratificación como secretario del partido y presidente de Rumanía, surgen voces disidentes -no sólo la del orador, observen en las imágenes como parte de la presidencia no se levanta para aclamar-, que contradicen la aceptación unánime, incondicional, que su gobierno presidencial debería despertar.
Sin olvidar, como conclusión, la condescendencia con que Occidente toleró su gobierno. Perdonando sus excesos y elevándolo a la condición de comunista bueno, admirable, sólo porque se desmarcó de la invasión de Checoeslovaquia en el 68 y pareció seguir una vía paralela al comunismo soviético ortodoxa. Preferencia y apoyo demostrado en visita tras visita de lideres occidental -incluso el muy anticomunista Nixon-, quienes buscaban con ello romper la unidad del bloque del este, sin importarles el carácter cada vez más represivo y totalitario, con ribetes estalinistas, que iba adquiriendo el régimen de Ceaucescu. Unos extremos que sólo se descubrieron, innegables y en su completa abyección, con la repentina caída del régimen.
Pero ya saben, Occidente nunca ha tenido reparos en proteger a dictadores, de cualquier signo y condición, si con ello creía servir a sus propios intereses.
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