sábado, 25 de enero de 2020

Detrás de cada objeto

Grifo de bronze andalusí conservado en el Duomo de Pisa

El principal peligro de todo museo de arqueología es el de convertirse en una tienda de venta de cerámicas. Ya saben, esos comercios al borde de la carretera, en zonas turísticos, donde dormitan desde decenios multitudes enteras de vasijas panzudas, acompañadas de muestras horteras de  escultura popular en barro. Sin embargo, lo que todo visitante de un museo -y todo museógrafo- debería tener en la mente es que cada objeto tiene una historia detrás. Más importante aún, cada fragmento de cerámica es un holograma de la sociedad que lo creó. Cómo se modeló, cómo se secó y horneó, cómo se pintó y decoró, nos está señalando el nivel tecnológico de la sociedad. El cómo y para qué fue usado, incluso el cómo se destruyó y por qué- sirve de puerta a la mentalidad colectiva, las creencias y aspiraciones, de esa cultura. Por último, detrás de cada objeto hay una persona, incluso un grupo. Gentes emparentadas, conocidas entre sí, que manejaron ese objeto, lo guardaron con cuidado y acabaron por deshacerse de él, ya fuera de manera voluntaria o forzada. Seres humanos como nosotros, con quienes nos conectaría el mero hecho de sostener ese cuenco, esa vasija, esa estatuilla.

Estas reflexiones, breves, toscas e incompletas, vienen a cuento de la magnífica exposición Las artes del metal en Al-Ándalus, que se puede visitar en el Museo Arqueológico Nacional. Una muestra que no se queda en los meros objetos, tal y como nos han llegado, sino que explora toda su dimensión, desde su creación a partir de las materias primas, hasta los azares de de su conservación y transmisión hasta nuestros días. Esa dimensión humana, esencial y necesaria, a la que me refería al principio.


La metalurgia en tiempos preindustriales no es una cuestión baladí. Ahora contamos con todo un utillaje científico y técnico que nos permite hacer milagros, pero en otros tiempos, el minero-fundidor no pasaba de ser un artesano-cocinero. Alguien que tenía que extraer el mineral con cinceles y martillos, amontonarlo con picos y palas, para luego reconocer la mena a simple vista o con pruebas harto sencillas, debiendo separarla de la ganga con métodos simples como la decantación o el filtrado. Luego, la obtención del metal y la separación de la escoria se conseguía con métodos tan poco sofisticados como el tostado, el decantado, el espumado del mineral fundido o la amalgama con mercurio. Técnicas primitivas, pero que no deben ocultarnos un hecho esencial: el agudo ingenio, la avezada inventiva y la profunda perspicacia de los mineros primitivos. Por sí solos, sin fundamento teórico alguno, fueron capaces de clasificar los minerales, descubrir procedimientos efectivos para para obtener los metales, encontrarles una utilidad en la vida diaria. A base de prueba y error, de continuos fracasos y con unos medios que no pasaban de ser, como les decía, los de una cocina y un taller de cerámica.

Metales que, además, no pasaban de ser unos pocos contados: la plata, el oro, el cobre, el estaño, el plomo. Una exigua panoplia con la que los herreros y orfebres conseguían auténticas maravillas, tanto para la vida cotidiana como para la ostentación y el boato. Por ejemplo, en lo que se refiere a la joyería, la exposición cuenta con vídeos explicativos que permiten darse cuenta de las dificultades a las que se enfrentaban los orfebres andalusís y como, a pesar de ellas, consiguieron construir piezas asombrosas. Zarcillos y pendientes, collares y diademas, ajorcas y brazaletes en las que destaca la filigrana del trabajo del oro y la plata, conseguida tejiendo, literalmente, hilos de ese metal, que luego se soldaban. O la deposición de minúsculas gotas de metal precioso en espacios angostos, sin que se cometiese ningún error en su regularidad, tanto en las propias gotas como en sus alineaciones.

Asombro, por tanto, ante el reto y la maestría con que fue resuelto, pero que no debe hacer olvidar que esa misma pericia se extendía a objetos de uso común, como tinteros, alcuzas, almireces o alcancías, o otros más científicos, como el astrolabio, pero todos dotados de esa belleza serena que sólo está al alcance de un artesano. Es decir, de quien conoce su arte a la perfección, puesto que creció aprendiéndolo, y no admite apresuramientos, sino que dedica cuanto tiempo haga falta. En pos de una integridad propia de un artista. No es de extrañar, por tanto, que los objetos andalusíes fueran codiciados por toda la cristiandas de la alta edad media -y parte de la baja- tan retrasada y bárbara en comparación, de manera que cuando se terminó el Duomo de Pisa se considerase que la mejor forma de culminarlo, fuera coronarlo con el grifo de bronce que abre esta entrada.

Hecho que nos enseña mucho sobre las vías de comercio y de transmisión cultural de aquella época. De como unas culturas admiraban a otras, a pesar de lo mucho e infranqueable que las separaba.

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