Mientras veía Djävulens öga (El ojo del diablo, 1960), un Bergman casi desconocido embutido entre dos grupos de sus obras maestras, había algo que no me cuadraba. Ese elemento discordante me sacaba una y otra vez de la película, a pesar de que en ella, como era de esperar, brillaba la capacidad e inventiva de un director en su primera madurez. Y no, no se trataba de que fuera una comedia, ni de que en ella primase el humor, en clara contradicción con la imagen de un director en constante búsqueda existencial sin hallar salida alguna, ni para él ni para nosotros. Porque, lo he ido descubriendo en estas semanas, Bergman puede presumir de auténtica vis cómica, al menos para el humor irónico que contempla con distanciamiento nuestros absurdos afanes románticos.
Me costó descubrir de qué se trataba esa disonancia y lo hice casi por casualidad, leyendo sobre otras películas. El problema con Djävulens öga es que se trata de una película anticuada. No hubiera desentonado en su obra temprana, la serie de dramas y comedias con las que fue avezando su talento, pero sí lo hace en ese momento creativo, rodeada de cumbres fílmicas que anuncian alturas posteriores aun mayores. Pero entiéndase bien, aun a riesgo de repetirme, no es un problema estético o de estilo, sino contenido y estructura narrativa. En pocas palabras, la historia sobre la que Bergman construye su película es más propia de los años cuarenta que de lo que habrían de traer los años sesenta. En ese umbral de la cimematografía, justo cuando la Nouvelle Vague estaba despertando, este cuento de diablos y de condenados traídos de vuelta a la tierra para derrotar a las buenas constumbres y la moral, suena a falso y forzado, a teatral y envarado, a artificioso y fácil.
Y no es que no tenga su gracia lo que se nos cuenta. Entre bromas y veras, Bergman nos vuelve a narrar los laberintos, recovecos y vericuetos del la experiencia amorosa. En especial, el modo abismal en que difiere lo deseado de lo conseguido, además de señalar, como dice el refrán, que quien va a por lana suele salir trasquilado, porque los papeles iniciales corren el peligro de intercambiarse, resultado demasiado habitual en juego tan azaroso. Pero de nuevo, a pesar del claro ingenio y desapego, uno tiene la impresión de que todo esto ya nos lo había narrado Bergman con mayor soltura, naturalidad y gracia, sin necesidad de impostar su visión ni alambicarse. Es más, da la impresión de que el mismo acabó dándose cuenta de haber llegado a un límite, puesto que sus exploraciones posteriores, sobre el amor y la vida en pareja, se apartarían de manera definitiva de este marco de comedia ligera y desenfadada. Tornándose más realistas y sombríos, menos juguetones y luminosos.
¿Qué queda entonces? No quisiera decir que más bien poco, puesto que la obra, tomada en solitario, es notable. Sin embargo, dentro de la evolución de un artista se podría considerar como aquélla que marca el inicio de su decadencia. En donde comienza a repetirse y a amanerarse, a complacerse en los éxitos del pasado, para abandonar cualquier investigación formal. Evitando los riesgos que ésta acarrea, mientras que se prefiere tirar por lo seguro y hacer caja. De ahí esa sensación de ya visto y de anticuado, como si Bergman hubiera reculado, retrazado sus pasos, vuelto a un punto anterior, desde el cuál buscar una salida al callejón sin salida en el que él mismo se había encerrado.
Por suerte, esos temores se demostraron infundados. Con las trilogía que sigue a Djävulens öga, Bergman volvería por sus fueros. Enfrentandose, sin miedo alguno, con el problema de la existencia de Dios, la desolación que su ausencia produce en los seres humanos, quienes además tienen que lidiar con la incomunicación que es esencial a su naturaleza. Temas que pueden parecer pretenciosos, y que lo serían en cualquier otro director, pero que Bergman sabe contarnos con sinceridad y cercanía.
Haciéndonos partícipes de su miedo y su impotencia, provocados por la falta completa de respuestas.
¿Qué queda entonces? No quisiera decir que más bien poco, puesto que la obra, tomada en solitario, es notable. Sin embargo, dentro de la evolución de un artista se podría considerar como aquélla que marca el inicio de su decadencia. En donde comienza a repetirse y a amanerarse, a complacerse en los éxitos del pasado, para abandonar cualquier investigación formal. Evitando los riesgos que ésta acarrea, mientras que se prefiere tirar por lo seguro y hacer caja. De ahí esa sensación de ya visto y de anticuado, como si Bergman hubiera reculado, retrazado sus pasos, vuelto a un punto anterior, desde el cuál buscar una salida al callejón sin salida en el que él mismo se había encerrado.
Por suerte, esos temores se demostraron infundados. Con las trilogía que sigue a Djävulens öga, Bergman volvería por sus fueros. Enfrentandose, sin miedo alguno, con el problema de la existencia de Dios, la desolación que su ausencia produce en los seres humanos, quienes además tienen que lidiar con la incomunicación que es esencial a su naturaleza. Temas que pueden parecer pretenciosos, y que lo serían en cualquier otro director, pero que Bergman sabe contarnos con sinceridad y cercanía.
Haciéndonos partícipes de su miedo y su impotencia, provocados por la falta completa de respuestas.
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