En la entrada anterior, les comentaba como Djävulens öga (El ojo del diablo, 1960) hubiera hecho pensar a muchos en el inicio de la decadencia de Ingmar Bergman, tras sus obras maestras de los años 50. En otro director, recalquémoslo, puesto que a continuación Bergman se despachó con tres obras maestras que se suelen asociar en una trilogía de múltiples nombres, ninguno definitivo Todos ellos alrededor del silencio, que bien puede ser el de Dios, el que se acecha tras nuestras relaciones incompletas e infructuosas, el que revela, sin lugar a dudas, nuestro absoluto vacío y aislamiento existencial.
Såsom i en spegel (Como en un espejo, 1961) fue la primera película de esa trilogía informal. Ya desde su inicio se revela como reto, tour-de-force. Apenas cuatro personajes, aislados en una isla del Báltico, cuyas evoluciones se limitan a los alrededores y el interior de la casa de verano que habitan. Una obra, además, que da un giro radical al final de su primer tercio, cambiando de temática y de tónica. Lo que parecía ser un drama familiar, centrado en la vuelta al hogar de un padre poco interesado en sus hijos, termina siendo una exploración de la locura de su hija, reveladora de la (im)posibilidad y la (in)existencia de Dios.
El difícil equilibrio entre esos tres temas se construye sobre las visiones que esa mujer, quien sabemos al borde de la locura, tiene de una sala en la que una multitud espera, con expectación, ansiedad y embriagadora felicidad, la llegada de un alto personaje: el mismísimo Dios. Por supuesto, siendo Bergman el maestro que es, esas visiones no son nunca ilustradas en imágenes. Las escucharemos sólo en las palabras enfebrecidas de quien las padece, a través de los ojos preocupados de sus familiares, para quienes esas fantasías sólo un síntoma de la irreversibilidad de su enfermedad mental.
No es posible contemplarlas de otra manera, ni para los personajes, ni para Bergman, ni para nosotros, siendo como es que vivimos en un mundo racional y cientifico, donde todo procede de la naturaleza y todo puede explicarse en función de ella. Los milagros no se dan en nuestro universo, los seres sobrenaturales ha mucho que abandonaron nuestra esfera. Sin embargo, a pesar de este escepticismo materialista, de este desengaño hacia lo ultraterreno, el genio de Bergman se revela en que, por un momento, consigue hacer vacilar nuestras convicciones. Con el poder de la sola imagen, con insinuaciones sutiles, con subrayados imperceptibles, consigue transfigurar la realidad, la sala abandonada y destartalada - aunque no tanto - donde la protagonista dice estar presenciando imposibles.
Por un instante, creemos que, al igual que ella, seremos tragados por la pared, disuelta y descompuesta su firmeza, arrebatados a esa sala donde aguardaremos, nosotros también, a ese personaje todopoderoso largamente anunciado. Tenemos la certeza, turbadora y aquietadora al mismo tiempo, de que formaremos parte de los elegidos, de los afortunados, de quienes presenciarán ese milagro único. Los que verán cumplidos y satisfechos sus deseos. Mejor dicho, aniquilados. Puesto que todo afán, toda búsqueda, preludio sólo de inquietud y desengaño, dejarán de tener sentido. El tiempo y la historia habrán terminados. La tristeza y la imperfección serán abolidos.
Por un instante, por un breve y efímero instante. Porque una y otra vez habrá de producirse el despertar, la vuela a la realidad, a la cárcel material de la que nadie puede escapar, sino es mediante la muerte o la locura. Despertares repentinos, bruscos, semejantes a caídas en el vacío, a encontrarse en el sepulcro - simbolizado por un barco embarrancado y destartalado - que la misma protagonista experimenta una y otra vez. Para encontrarse sola, sin fe ni esperanza, con apenas la lucidez para darse cuenta de que volverá a perderse en su locura, a no tardar, y que esta vez, quizás, se extravíe definitivamente en ella.
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