jueves, 28 de febrero de 2019

Sin paraísos, ni siquiera purgatorios, sólo infiernos










































En los últimos tiempos, se han realizado varias continuaciones de series que yo considero esenciales, como Boogiepop Phantom (2000 Takashi Watanabe) o Kino no Tabi (El viaje de Kino, 2002, Ryūtarō Nakamura). Sin embargo, ambas versiones modernas han resultado bastante insatisfactorias. 

El Kino no Tabi original, que narraba los viajes de su protagonista, Kino, por una serie de ciudades estado, tenía una fuerte componente existencial, pesimista y fatalista, de manera que la bondad de la naturaleza humana era puesta siempre en cuestión, mientras que cualquier sociedad humana se veía abocada al desastre o algún tipo de tiranía, igual de despreciable aunque fuera aceptada por todos. En la nueva versión, sin embargo, de nombre Kino no Tabi - the Beautiful World (2017, Tomohisa Taguchi), estos aspectos dejan paso a una visión más pintoresca, la de un viajero dibujado de manera kawai, adorable y entrañable, en consecuencia, que conoce pueblos de costumbres muy variadas. Interesantes, precisamente, por su extrañeza, pero que nunca son puestas en cuestión.

En Boogiepop Phantom, por su parte, se mostraba una visión desquiciada y desoladora de la sociedad japonesa subrayada utilizando diferentes estrategias estéticas, como la ruptura de la secuencia narrativa, la ocultación de hechos esenciales, siempre fuera de lo visto y narrado, la música desasogante o la imágenes de colores desvaidos y de márgenes desenfocados. Por el contrario, la continuación Boogipop wa Warawanai (Boogiepop nunca ríe, 2019, Shingo Natsume), se caracteriza por una ejecución insulsa, sin nervio ni brío, que resalta la vaciedad de su contenido, mero relato de monstruosidades contra las que los héroes deben luchar y vencer.

Si les comento esto es para que comprendan cómo eran los animes que me fascinaron hace ya casi veinte años, cuando me aficioné a esta escuela de la animación. Muchos de ellos intentaban plantearse cuestiones esenciales, incluso de altos vuelos filosóficos, sin tener miedo de utilizar técnicas casi de vanguardia a la hora de plasmar esos afanes. Ese era el caso de  Texhnolize (2003), dirigida por Hiroshi Yamasaki, con guión de un profesional excepcional: Chiaki J. Konaka, el mismo a quien se debe otra seríe única: Serial Experiments Lain (1988, Ryūtarō Nakamura). Para que se hagan una idea, el primer episodio de Texhnolyze era prácticamente mudo, audacia incrementada porque no se nos explicaba el contexto de las dos historias en paralelo que estábamos viendo,  alcanzando así categoría de abstracción.

Un episodio único, que ya por sí solo bastaba para colocar la serie entre las imprescindibles, al menos en su tiempo. Hay que decir, no obstante, que la serie abandonada pronto ese autismo, se tornaba más locuaz, aunque siguiese guardando muchos enigmas, no revelados hasta el final. Lo que se contaba, a trompicones y con cuentagotas, no era menos interesante, puesto que se retrataba una sociedad de tipo darwinista puro, en la que la violencia hacia los inferiores era utilizada de forma rutinaria para mantener la solidez de su estructura. Solidez que, por otra parte, no era tal, ya que se hallaba escindida en tres facciones en continua guerra larvada entre sí, a punto siempre de estallar y tornarse conflicto general, sin cuartel, sin clemencia, sin prisioneros. 

Bandos a los que había que unir dos bandos externos, o más bien tres. El de quienes vivían apartados en las montañas, ajenos a los conflictos de la ciudad en la que tenía lugar la acción, y que seguían ciegamente las visiones de una sacerdotisa, vidente capaz de predecir el futuro. Por otro lado, una casta nobiliaria que se mantenía encerrada en una caverna inexpugnable y en quien recaía el poder máximo de decisión - y de coerción- , aunque no lo ejecutase de ordinario. Por último, los misteriosos habitantes de la superficie, de quienes sólo se conocía a dos. Un recién llegado, interesado en atizar los conflictos hasta que devorasen toda esa sociedad inestable, así como una doctora, la única capaz de aplicar el proceso de Texhnolyze que da nombre a la serie: prótesis artificiales ultraperfeccionadas que dotaban a su portador de capacidades sobrehumanas.

Esa cuestión, la del grado de uso del Texhnolyze, se convertía en otra de las fallas de ruptura de esa sociedad. De las tres facciones citadas, una era una familia mafiosa, en continua guerra interna y externa, que aceptaba esa prótesis artificiales como herramienta necesaria; por otro lado, había una secta religiosa que los rechazaba de plano, que incluso cometía atentados y acciones terroristas para lograr su erradicación; por último un grupo de tintes ácratas, a quien le daba igual esa tecnología siempre y cuando su libertad esencial y completa quedase garantizada.

Problemas que entroncan con una obsesión de Konaka, en gran parte también del anime: los límites del cuerpo, la posibilidad de su substitución completa por implantes mecánicos, así como las repercusiones que esa metamorfosis tendría sobre nuestra humanidad, si es que ése concepto tendría sentido una vez efectuada. Inquietudes tanto más relevantes hoy, en tiempos en que el transhumanismo parece ya una posibilidad palpable, a las que se unen, en esta ocasión, consideraciones sociales. En concreto, si una sociedad podría seguir siendo viable y sana, si de ella se extirpasen sus elementos violentos y asociales, pretendiendo purificarla.

Pregunta que, les anticipo, recibe una contundente respuesta negativa. En forma del que quizás sea el final más pesimista, irrevocable y desolador de una serie de anime.

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