jueves, 28 de septiembre de 2017

Comienzos y finales

La imagen que surgía de todo esto era violenta y lúgubre. En los propios cronistas y en la elaboración de sus materiales por el romanticismo del siglo XIX resalta, ante todo, el aspecto lúgubre y terrorífico de la última Edad Media; la crueldad sangrienta, la soberbia vocinglera, la codicia, la pasión, la sed de venganza y la miseria. La exagerada y vana pompa multicolor de las famosas solemnidades y fiestas de corte, con su resplandor de alegorías desgastadas por el uso y de insoportable lujo, son las que ponen en el cuadro los tonos más luminosos. 
¿Y ahora? Hoy irradian para nosotros  sobre la imagen de aquella época la elevada y maravillosa gravedad y la profunda paz de los van Eyck y de Menling; aquel mundo de hace medio milenio parécenos lleno de un luminoso brillo de alegría sencilla, de un tesoro de sosegada ternura. El cuadro violento y sombrío se ha transformado en un cuadro apacible y sereno. Y todas las manifestaciones de la vida de aquel periodo que aún conocemos directamente, además de las artes plásticas, son una expresión de belleza y de tranquila sabiduría: la música de Dufy y de sus compañeros, la palabra de Ruusbroeck y de Tomás Kempis. Incluso allí donde aún repercuten directamente la crueldad y la miseria de la época, en la historia de Juana de Arco y en la poesía de François Villon, sólo elevación y emoción emanan, sin embargo, de las figuras.
¿En qué descansa, pues, esta profunda diferencia entre las imágenes de la época, aquélla que se refleja en el arte y aquella otra que nos forjamos por medio de la historia y la literatura?

Johan Huizinga. El otoño de la edad media

Al igual que el libro de Norman Cohn, In search of the Millenium, que ya les comenté en entradas anteriores, El otoño de la edad Media, de Johan Huizinga, se ha convertido en un clásico de la investigación histórica. Ambos se siguen leyendo y siguen siendo buenas introducciones a los temas y periodos históricos que tocan. Todo ello, a pesar de las décadas transcurridas desde su publicación, de los muchos cambios en la metodológía y filosofía de la historia, o de las ingentes cantidades de datos nuevos que han sido descubiertos desde los años 30 y 50, fechas de concepción de las obras respectivas.

De hecho, desde el punto de vista de un lector del sur de Europa, sea la península ibérica, sea la itálica, el mayor defecto de ambas es su restricción geográfica. En su análisis de los movimientos milenaristas europeos durante la Baja Edad Media, Cohn se circunscribe a los valles del Rin y del Danubio, con alguna excursión a regiones vecinas, como la Bohemia husita o la Inglaterra de Wat Tyler y Wycliff. Huizinga es aún más restrictivo, puesto que su estudio se centra en las tierras al oeste del Rin y el norte del Loira. En concreto, a lo que constituyó el malogrado Condado/Ducado de Borgoña, estado situado a lo largo del curso del Rin, junto con el norte del estado francés, presa de las convulsiones de la Guerra de los Cien Años.


No es que la historia de esa región sera irrelevante o secundaria. Borgoña fue un estado fallido que, durante los siglos XIV y XV, se convirtó en un actor principal de la política europea, enfrentado tanto a la corona francesa como al Sacro Imperio Romano Germánico. Si los duques/conde de Borgoña hubieran alcanzado la corona que tanto deseaban y, sobre todo, si Carlos el Temerario no se hubiera enredado en un conflicto suicida con los suizos, que condujo a su muerte y al reparto de Borgoña, el mapa de Europa sería muy distinto hoy en día. La vieja Lotaringia de tiempos carolingios podría haber resucitado y llegar a conformar un estado Europeo que, a caballo de los cursos del Rin y el Ródano, se extendiese desde el Mar del Norte hasta el Mediterráneo. De hecho, su fantasma sigue presente hoy en día, ya que la banda de mayor desarrollo industrial y tecnológico de Europa se extiende precisamente por las antiguas zonas de Borgoña y Lotaringia, abarcando de Holanda al Norte de Italia.

Sin embargo, más importante que estas glorias completamente olvidadas, es que en Borgona nació y creció ese estilo artístico que conocemos como pintura flamenca, los primeros atisbos de un renacimiento nórdico aún sin impronta italiana. Una forma que, durante el siglo XV, se extendería por toda la cristiandad Europea, de España a Polonia, e incluso perduraría hasta bien entrado el XVI, en oposición e hibridación con el humanismo y el ilusionismo de raigambre Italiana. Sin embargo, y al contrario del Renacimiento, ese estilo y esa forma de pensar nos parecen, desde nuestro, presente, extraños, ajenos y antiguos. O al menos así lo fueron hasta hace casi nada, cuando, por ejemplo en España, el primer poeta auténticamente moderno era Garcilaso de la Vega. Y tampoco es un efecto de que la pintura flamenca siga manteniendo amplias concomitancias con el pasado Gótico. La misma impresión de anticuado afecta a la pintura italiana del quatrocento, ya plenamente renacentista, pero que incluso en pintores tan tardíos como Boticelli tiene algo de imperfecto. De primitivo, como se suele calificar a la pintura prerafael.

La exploración de esos abismos y esas diferencias es el tema constante del libro de Huizinga. En su opinión, la cultura borgoñona, a pesar de sus muchas glorias, especialmente las pictóricas y musicales, tiene contra sí el hecho de constituir un final, no un principio. Las constumbres sociales - y como bien señala el historiador Holandés, la forma de describirlas por los cronistas - siempre se refieren a ideales periclitados. Modos de conducta que ya desde siglos atrás, podríamos decir desde el XIII, se habían mostrado imposibles de alcanzar. Sin embargo, la sociedad del siglo XV, la de ese otoño de la Edad Media, se empecina en imitar y emular, sea en forma del ideal caballeresco, sea en la forma de la creencia religiosa más arrebatada.

Ideales mantenidos con alfileres que siempre están a punto de descoserse y desbaratarse. Consciente e inconscientemente, la sociedad del siglo XV sabe que está aparentando, participando en una representación social de gran importancia para el mantenimiento del orden y de la autoridad, pero que sigue siendo una farsa, a pesar de todo. No es de extrañar, por tanto, que pese a la profesión continua de los ideales caballerescos, la violencia más cruel y despiadada sea una constante en el ejercicio del poder, del gobierno, la justicia y la guerra. Con tanta mayor crueldad cuanto más desvalido e inerme se hallen sus víctimas.

Podría pensarse que la sociedad y la cultura de ese otoño medieval estaban al borde de la descomposición y la disolución, asediadas y acosadas por un renacimiento que ya despuntaba. Sería un error grave, no sólo porque gran parte de los rasgos del humanismo estaban ya en estado embrionario fuera de Italia, antes de que el Renacimiento saliera de allí en el XVI, sino porque el Goticismo va a pervivir durante buena parte del XVI, siglo donde aún se construyen y completan magníficas catedrales góticas. Además, como indica el texto de  Huizinga, la sociedad del XV no deja de ser un enigma, que a su vez puede que no sea más que un espejismo.

Frente a la violencia que recogen las crónicas y al hastío que produce su literatura, pintura y música siguen fascinándoses. En el XV se asiste al nacimiento del único estilo pictórico que pudo erigirse, de tú a tú, con el Renacimiento italiano, mientras que en ese mismo siglo XV se asiste al culmén de la polifonía medieval. Más contradictorio aún, ambas formas nos hablan de un mundo pleno en belleza serena. De una perfección inocente que nunca después ha vuelto a ser replicada, mucho menos alcanzada.

Porque ¿quién no ha deseado perderse en esos paisajes soleados que se vislumbran a través de las ventanas de las pinturas flamencas?




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