El genio de primera clase no participa de este modo en los trabajos del espíritu. No hay que buscarlo en la primera fila de excavadores, él no da un paso para adelantarse. Su pensamiento está, simplemente, en otra parte. Si postula una forma diferente de las matemáticas o de la sistemática, sea de la filosofía o de las ciencias naturales, su punto de vista no se parece en nada a los que imperan ¡ni en el más mínimo detalle! Si no lo distingue y reconoce la primera o segunda generación, luego ya será demasiado tarde. La corriente de la labor espiritual de los hombres habrá labrado entretanto su lecho, habrá seguido su derrotero: el paso de los siglos va aumentando el hiato entre su caudal y el pensamiento solitario del genio. Las preposiciones que no han sido reconocidas ni oídas habrían podido cambiar el curso de los fenómenos artísticos, científicos e históricos del mundo, pero, al no saber apreciarlas, la humanidad perdió algo más que una individualidad peculiar con su bagaje espiritual. Lo que se malogró fue la oportunidad de dar a la vida un sentido diferente del que ahora posee. Y ya no hay modo de remediarlo.
Stanislaw Lem, Vacío Perfecto
Los caminos que me han llevado a Lem, escritor por el que cada día tengo más admiración, son especialmente tortuosos.
El más obvio, al menos para un cinéfilo, es el que lleva de Solaris, la película de Tarkovski, a Solaris, la novela de Lem. Ambas obras maestras en sus respectivos medios, ambas con mucho y muy distinto que decir, de manera que la misma excusa argumental sirve para dar arranque a concepciones vitales casi contrapuestas: la de Tarkovski, mística y transcendente, la de Lem, pesimista y esceptica.
Sin entrar todavía en analizar esos rasgos, les debo decir que ahí se termino mi relación lectora con Lem. Acabada de leer su supuesta obra maestra, confirmada su naturaleza de primer nombre de la Ciencia ficción, enseguida lo arrumbe, le puse la etiqueta (des)calificatoria correspondiente, lo guarde en su cajita de género y procedí a olvidarlo enseguida, para dedicar mi precioso tiempo a cosas más importantes, más nobles y más necesarias.
Hasta que hace unas semanas, una casualidad afortunada me ha vuelto a llevar a él. Y esta vez, me temo, para buscar y disfrutar más libros de los suyos.
La cuestión es que hace mucho, mucho tiempo, cuando el periódico El Pais era referencia de la cultura en este país - y no como ahora que parece un espectro de sí mismo o un zombie resucitado de un pasado que quisiera(mos) olvidar - Luis Goytisolo publicó un artículo sobre un libro llamado Gigamesh, escrito por un tal Patrick Hannahan. El libro, tal y como se describía, parecía ser una obra absoluta, el libro de todos los libros, de una profundidad, dificultad y complejidad tales que leerlo y comprenderlo parecía poco menos que imposible, mientras que haberlo escrito, producto de un milagro.
El impacto que sufrí al devorar esa reseña fue tan fuerte que aún, treinta años más tarde, no he podido olvidarlo. Entonces sentí el impulso irrefrenable de leer esa obra única, como le ocurrió a tantos otros, que durante varias semanas escribieron cartas al periódico, quejándose de la dificultad de encontrar esa novela, que parecía haberse agotado en todas las librerías, desaparecido de los catálogos de todas las editoriales.
No era de extrañar, porque el libro no existía, ni había existido jamás. De hecho, no era ni siquiera creación fabulada de Goytisolo, sino del polaco Stanislav Lem, quien entonces era considerado como mero escritor más de ciencia ficción, fuera por tanto del canon que una persona culta debería leer obligatoriamente. La obra no era otra que Vacío Perfecto, cuyo nombre y cuyo autor, acabo de (re)descubrir gracias a una entrevista en Jot Down al propietario de la librería Gigamesh.
¿Y qué es Vacío Perfecto? Pues ni más ni menos que un libro de libros, como el propio Gigamesh y tan falso, tan mentiroso como ese libro inexistente. La forma que Lem adopta en esa novela es la de colección de críticas literarias, de sesudos comentarios escritos para condenar o ensalzar libros que nunca han existido, ni existirán, pero que en la pluma de Lem se tornan tan reales, tan materiales, como muchas de las obras que duermen en nuestras estanterías, en nuestras bibliotecas, y que nadie ha leído, ni leerá, en mucho tiempo.
Vacío perfecto es así un inmenso juego metaliterario, un experimento perfecto de ese concepto difuso que llamamos postmodernismo, y que, como demasiados ejemplos de ese movimiento indefinible, corría el riesgo de convertirse en simple broma ingeniosa, en mera referencia sin valor fuera del grupo de amigos, de conocedores, o de aficionados, al que va dirigida. Lo que lo salva - que digo, lo que lo transforma en auténtica obra maestra y, de rebote, propulsa a Lem al rango de escritor máximo - es que este escritor aborda su tarea con la más profunda seriedad, que al mismo tiempo anula y subraya el humor y el carácter de broma con el que está escrita.
La cuestión es que cuando hablamos de postmodernismo, se tiene ahora a pensar en una actividad niveladora y aplanadora, en la que las diferencias en calidad son inexistentes, de manera que los ámbitos de la alta y baja cultura dejan de tener validad y se mezclan en un mismo totus revolutum, sin límites, fronteras, cimas o abismo. La literatura deviene así en tarea de mostrar las bambalinas tras el escenario, cuando no en mero ejercicio de referencias, propias y ajenas, donde la erudición se confunde con la obsesión cercana al fetichismo, cuando no la enfermedad mental.
Sin embargo, el postmodernismo es - o fue en sus orígenes - un ejercicio de reevaluación del saber y el conocimiento guiado por por el pesimismo, cuando no el más claro escepticismo. La idea que anida detrás de todo ejercicio postmoderno en literatura - o al menos de los mejores - es mostrar la falsedad de nuestras ideas y convicciones, la imposibilidad de nuestras herramientas y métodos por alcanzar el conocimiento, tanto porque ellas mismas son defectuosas e inadecuadas, como porque esa verdad subyacente, no existe, ni existirá.
Esa desconfianza hacia la razón, el conocimiento y la ciencia son asimismo la raíz del pensamiento de Lem. En Solaris, por ejemplo, la ciencia se revelaba imposible de crear una teoría que explicase el caso único que era el planeta que da nombre en la novela... o mejor dicho, se negaba a aceptar la única teoría posible, que esa entidad consciente de carácter global no tenía nada de divino, ni siquiera de superior al hombre, sino que en muchos aspectos era inferior a él, fuera de su tamaño y poder.
Caso similar, solo que llevado al extremo, ocurre en Vacío Perfecto, donde cada crítica supone un golpe a nuestro orgullo y seguridades, a esa fe ciega en que la realidad es una, racional y descifrable, mientras que la realidad real - si ése concepto tiene algún sentido en este contexto - no es más que un constructo de nuestros sentidos, de nuestra mente y de los caprichos que la rigen, de manera que su aspecto actual y las leyes que la regulan, bien podrían haber sido otras muy distintas, sólo con que en un instante dado hubiéramos escogido otra esquina, permanecido en casa o olvidado de llamar a alguien.
Stanislaw Lem, Vacío Perfecto
Los caminos que me han llevado a Lem, escritor por el que cada día tengo más admiración, son especialmente tortuosos.
El más obvio, al menos para un cinéfilo, es el que lleva de Solaris, la película de Tarkovski, a Solaris, la novela de Lem. Ambas obras maestras en sus respectivos medios, ambas con mucho y muy distinto que decir, de manera que la misma excusa argumental sirve para dar arranque a concepciones vitales casi contrapuestas: la de Tarkovski, mística y transcendente, la de Lem, pesimista y esceptica.
Sin entrar todavía en analizar esos rasgos, les debo decir que ahí se termino mi relación lectora con Lem. Acabada de leer su supuesta obra maestra, confirmada su naturaleza de primer nombre de la Ciencia ficción, enseguida lo arrumbe, le puse la etiqueta (des)calificatoria correspondiente, lo guarde en su cajita de género y procedí a olvidarlo enseguida, para dedicar mi precioso tiempo a cosas más importantes, más nobles y más necesarias.
Hasta que hace unas semanas, una casualidad afortunada me ha vuelto a llevar a él. Y esta vez, me temo, para buscar y disfrutar más libros de los suyos.
La cuestión es que hace mucho, mucho tiempo, cuando el periódico El Pais era referencia de la cultura en este país - y no como ahora que parece un espectro de sí mismo o un zombie resucitado de un pasado que quisiera(mos) olvidar - Luis Goytisolo publicó un artículo sobre un libro llamado Gigamesh, escrito por un tal Patrick Hannahan. El libro, tal y como se describía, parecía ser una obra absoluta, el libro de todos los libros, de una profundidad, dificultad y complejidad tales que leerlo y comprenderlo parecía poco menos que imposible, mientras que haberlo escrito, producto de un milagro.
El impacto que sufrí al devorar esa reseña fue tan fuerte que aún, treinta años más tarde, no he podido olvidarlo. Entonces sentí el impulso irrefrenable de leer esa obra única, como le ocurrió a tantos otros, que durante varias semanas escribieron cartas al periódico, quejándose de la dificultad de encontrar esa novela, que parecía haberse agotado en todas las librerías, desaparecido de los catálogos de todas las editoriales.
No era de extrañar, porque el libro no existía, ni había existido jamás. De hecho, no era ni siquiera creación fabulada de Goytisolo, sino del polaco Stanislav Lem, quien entonces era considerado como mero escritor más de ciencia ficción, fuera por tanto del canon que una persona culta debería leer obligatoriamente. La obra no era otra que Vacío Perfecto, cuyo nombre y cuyo autor, acabo de (re)descubrir gracias a una entrevista en Jot Down al propietario de la librería Gigamesh.
¿Y qué es Vacío Perfecto? Pues ni más ni menos que un libro de libros, como el propio Gigamesh y tan falso, tan mentiroso como ese libro inexistente. La forma que Lem adopta en esa novela es la de colección de críticas literarias, de sesudos comentarios escritos para condenar o ensalzar libros que nunca han existido, ni existirán, pero que en la pluma de Lem se tornan tan reales, tan materiales, como muchas de las obras que duermen en nuestras estanterías, en nuestras bibliotecas, y que nadie ha leído, ni leerá, en mucho tiempo.
Vacío perfecto es así un inmenso juego metaliterario, un experimento perfecto de ese concepto difuso que llamamos postmodernismo, y que, como demasiados ejemplos de ese movimiento indefinible, corría el riesgo de convertirse en simple broma ingeniosa, en mera referencia sin valor fuera del grupo de amigos, de conocedores, o de aficionados, al que va dirigida. Lo que lo salva - que digo, lo que lo transforma en auténtica obra maestra y, de rebote, propulsa a Lem al rango de escritor máximo - es que este escritor aborda su tarea con la más profunda seriedad, que al mismo tiempo anula y subraya el humor y el carácter de broma con el que está escrita.
La cuestión es que cuando hablamos de postmodernismo, se tiene ahora a pensar en una actividad niveladora y aplanadora, en la que las diferencias en calidad son inexistentes, de manera que los ámbitos de la alta y baja cultura dejan de tener validad y se mezclan en un mismo totus revolutum, sin límites, fronteras, cimas o abismo. La literatura deviene así en tarea de mostrar las bambalinas tras el escenario, cuando no en mero ejercicio de referencias, propias y ajenas, donde la erudición se confunde con la obsesión cercana al fetichismo, cuando no la enfermedad mental.
Sin embargo, el postmodernismo es - o fue en sus orígenes - un ejercicio de reevaluación del saber y el conocimiento guiado por por el pesimismo, cuando no el más claro escepticismo. La idea que anida detrás de todo ejercicio postmoderno en literatura - o al menos de los mejores - es mostrar la falsedad de nuestras ideas y convicciones, la imposibilidad de nuestras herramientas y métodos por alcanzar el conocimiento, tanto porque ellas mismas son defectuosas e inadecuadas, como porque esa verdad subyacente, no existe, ni existirá.
Esa desconfianza hacia la razón, el conocimiento y la ciencia son asimismo la raíz del pensamiento de Lem. En Solaris, por ejemplo, la ciencia se revelaba imposible de crear una teoría que explicase el caso único que era el planeta que da nombre en la novela... o mejor dicho, se negaba a aceptar la única teoría posible, que esa entidad consciente de carácter global no tenía nada de divino, ni siquiera de superior al hombre, sino que en muchos aspectos era inferior a él, fuera de su tamaño y poder.
Caso similar, solo que llevado al extremo, ocurre en Vacío Perfecto, donde cada crítica supone un golpe a nuestro orgullo y seguridades, a esa fe ciega en que la realidad es una, racional y descifrable, mientras que la realidad real - si ése concepto tiene algún sentido en este contexto - no es más que un constructo de nuestros sentidos, de nuestra mente y de los caprichos que la rigen, de manera que su aspecto actual y las leyes que la regulan, bien podrían haber sido otras muy distintas, sólo con que en un instante dado hubiéramos escogido otra esquina, permanecido en casa o olvidado de llamar a alguien.
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