martes, 29 de enero de 2013

A brave new world


 










Lain pertence a un selecto grupo de series, como Escaflowne, Evangelion y Cowboy Bebop, que en el periodo de 1996 a 1998 - y en ocasiones hasta bien entrada la primera década del siglo XXI - dieron un vuelco a la industria del anime y sirvieron de punto de enganche a aficionados que no sospechaban que llegarían a enamorarse de este estilo de animación.

Ése fue mi caso. De hecho, mi pasión por el anime se debe más a Lain que a Evangelion, una serie que vi en el 98 - con la ironía del que aprecia otras formas de arte más nobles - olvidándola por completo completo hasta el año 2000, en que volví a reencontrarla durante un largo verano en el extinto canal Locomotion de las plataformas digitales. Nada hacía prever que mi desinterés no fuera a repetirse, sino fuera porque a finales de septiembre de ese año me tope con Laín y me quedé fascinado con ella, hasta el punto de ver la serie entera de una sentada varias veces a lo largo de una semana, intentando desentrañar sus secretos.

El gran problema de series como Laín es que a muchos nos hicieron creer que el anime era una cosa diferente de lo que realmente era, una forma madura que abordaba con valentía los problemas de la existencia y el mundo moderno, en vez de productos comerciales dirigidos a un público muy restringido cuyas apetencias era necesario satisfacer si no se quería ir a la quiebra. En resumidas cuentas, Laín, con su clara orientación hacia las formas más artísticas, casi experimentales de la animación, pertenece a un mundo completamente distinto del de los productos moe/kawai que dominan el anime desde hace una década y cuyo reinado no tiene visos de concluir.

Por otra parte, como ocurre con todas las series rodadas antes de la irrupción del ordenador, el tiempo y el avance de la calidad en los formatos no ha sido clemente con Lain. Como señalan los propios autores en la edición en Blue Ray de la serie, no habían imaginado que una serie concebida para las pequeñas televisiones - 21/25 pulgadas como mucho -  y el vídeo domestico - VHS  y similares - de los noventa, acabarían viéndose en 1080p en pantallas panorámicas. A esa escala, cualquier pequeño error, cualquier mínimo defecto que quedaba camuflado por la baja resolución de los formatos antiguos es ampliada hasta convertirse en lo único que se puede ver, a lo que hay que unir los tics de la producción con acetatos - las cells - donde la inconsistencia entre fotogramas o el temblequeo producto de intercambiar los acetatos individuales no podía ser corregido en origen con el ordenador... y que si se intenta arreglar ahora, acaba por eliminar la vida, el ruido y el grano, de esa animación ya antigua.

Desde un punto de vista temático, la complejidad y dificultad de Lain - precursora de series como Lost - puede parecer un tanto atenuada, tras años de discusiones en la Internet. Mejor dicho, frente a un tiempo en que lo importante de la serie era encontrar una explicación a las imágenes y conceptos vertidas en la pantalla, la serie parece haber cristalizado en una versión única - Laín como la conciencia de la Tierra, despertada por la Wired, la Internet de Lain - que resalta la solidez y la cohesión del guión escrito por  Konaka Chiaki, en el cual no hay nada dejado al azar, ni ningún elemento gratuito, sino que todos están orientados a un fin, de forma que las revelaciones sucesivas se van reforzando mutuamente hasta culminar en un gran final, pericia y seguridad que ya quisieran tener las series y películas del sobrevalorado J.J. Abrams.

Es precisamente el trabajo ejemplar de los autores,  Konakaki al guión, Abe Yoshitoshi en el diseño de personajes - ¿qué habrá sido de este tandem, una de las luminarias del anime de los 90? y Saito Masaru como director artístico los que convierten a Laín en una gran serie. El equipo artítstico de Lain no se limitó a mostrar la Internet tal y como era en su tiempo, intento ilustrar en imágenes las posibilidades y consecuencias de lo que entonces aún era un terreno desconocido e inexplorado que no se sabía a donde iba conducir. Aún así, esta ilustración podía haberse convertido en un ejercicio vacuo de retrofuturismo, apto sólo para nostálgicos, irónicos y desengañados, sino fuera precisamente porque este ejercicio de representación rápidamente evolucionó hacia la abstracción, hacia el simbolismo pleno de significados, aunque fueran contradictorios entre sí.

Este esfuerzo podría continuado siendo inútil, sino fuera por que los creadores de Laín se dieron cuenta de una ley no expresada de toda tecnología avanzada: que en realidad toda nueva invención no es más que un medio para continuar satisfaciendo las mismas necesidades y apetencias humanas: los deseos de poder y dominación, el impulso sexual, la necesidad relacionarse aunque sea simplemente para intercambiar cotilleos, y por encima de todos, englobándolos y explicándolos, la absoluta frustración que emana de toda nuestra experiencia cotidiana y que nos fuerza a huir de la realidad por todos los medios... lo que convertía los momentos de terror de la serie en instante realmente turbadores al revelar el horror que habita en nosotros mismos.

Un inclinación hacia los aspectos sociales de la tecnología que llevaba a una inesperada paradoja - o quizás no tan inesperada, ni tan contradictoria -, el hecho de que una serie cuyo argumento eran las posibilidades de la tecnología, para bien o para mal, en realidad tuviera como centro la inquebrantable amistad entre las dos adolescentes protagonistas, Alice y Laín.

























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