La valoración de Mizoguchi dentro del canon cinéfilo ha sufrido un curioso vuelco. Para la gente de Cahiers de los cincuenta y sesenta era una de las vacas sagradas de la cinematografia, un director que había hecho realidad sus ideales y que honraba tener como maestro. Medio siglo más tarde, entre los discípulos y propagadores de los postulados de Cahiers, el director japonés ha perdido su trono, que ha pasado a ser ocupado a Ozu, el cual es ahora el modelo y la norma, incluso entre aquellos que su praxis y su ethos no pueden estar más lejanos del humilde director para el que cada película era casi un asunto familiar, al ser realizadas de ordinario con el mismo equipo de técnicos, actores y actrices.
La paradoja Mizoguchiana, de ejemplo a ser seguido a maestro tolerado, cuya obra no tiene ninguna influencia en el hacer cotidiano del arte que cultivaba, alcanza su mayor exponente en la reorganización/revalorización que algunos post-Cahieristas han realizado del corpus Mizoguchiano. Para ellos, la auténtica obra maestra del director japonés no es ninguna de las de los años cincuenta, contaminadas según ellos de rutina y manierismo, sino Genroku chushingura (Los cuarenta y siete Ronin), rodada en dos partes entre 1941-1942, y en la cual - nuevamente según ellos - se hallaría el Mizoguchi más libre de ataduras, más puro y próximo al sentir de los tiempos.
Hasta ayer mismo no había visto esta obra, con lo cual me había refrenado a la hora de comentarla. Sín embargo, a medida que Mizoguchi dejada de ser sólo un nombre y comenzaba a conocer detalles de su vida, sí resultaba más y más difícil de creer lo de la libertad y la pureza. Como debería ser sabido, cuando Mizoguchi rueda los 47 ronin, el Japón se encuentra en plena expansión imperial, su gobierno convertido en un títere a las órdenes del ejército, y toda la producción cinematográfica nipona se orienta exclusivamente a loar y glorificar al ejército imperial, más concretamente a convencer a la juventud japonesa de que es bueno y honorable morir por el Emperador.
En el caso de Mizoguchi, la creciente censura y opresión política no puede calificarse de otra manera que catastrófica. Sus últimas obras en plena libertad, sus dos obras maestras de 1936, (Naniwa erejî y Gyon no shimai) son auténticos alegatos profeministas, en las que se detalla el triste destino que espera a las mujeres que no conformen con los papeles que la sociedad les ha asignado. Sí Mizoguchi logró filmar esas películas, en cierta manera peligrosas para el tiempo que vivía, fue gracias ha que había fundado una productora independiente, la Daiichi Eiga, con la que podía trabajar al modo que quería y como le apetecía.
La Daiichi Eiga no tardó en quebrar tras las dos obras citadas y de todas formas resulta poco menos que imposible que Mizoguchi hubiera podido continuar con ese tipo de películas, dada la creciente represión atizada por el militarismo japones. Se puede decir que la quiebra de su productora sólo vino a acelerar lo inevitable, la claudicación de Mizoguchi que se tradujo en un panfleto firmado por él de alabanza a los ideales militaristas japoneses - un auténtico acto de humillación y retractación pública frente a sus nuevos amos - y es perfectamente visible en su obras de finales de los 30 y principios de los 40, como ocurre en Zangiku Monogatari de 1939, en la que la heroína Mizoguchian, dueña de su voluntad y su destino a pesar de la sociedad, en este caso no es otra cosa que una marioneta sin alma que sólo sabe morir por su hombre, casi en una representación paródica de la mujer sometida al macho que tanto le gusta a cualquier militarismo que se precie.
Los 47 Ronin pertenecen a esas obras del Mizoguchi quebrantado. No se me entienda mal, toda su pericía como director, esa capacidad para realizar el movimiento de cámara justo en el momento preciso, sigue estando ahí, pero el tema que se narra, el sacrificio suicida de los 47 Ronin para vengar a su señor ejecutado injustamente, no puede estar más lejos de un director que siempre había denunciado la opresión que los poderosos ejercen sobre los débiles. De hecho, en este ambiente de sacrificio varonil y de camaradería hasta más allá de la tumba - casi puede sentirse hasta el olor de gimnasio - es el tema favorito para un régimen militarista que pronto iba a exigir a sus soldados que muriesen hasta el último hombre, como los Ronin del filme, y que incluso tras ver sus ciudades arrasadas por los bombarderos americanos y sufrir el impacto de dos bombas atómicos aún se presguntaba sino sería más honorable que 100 millones de seres humanos murieran todos juntos, como proclamaba la propaganda japonesa.
Como digo, el crédito de esta película entre el post-Cahierismo me resulta casi inexplicable, excepto por cierta manía iconoclasta que nos fuerza a llevar la contraria por llevar la contraria, y especialmente porque este es casi el único filme masculino de Mizoguchi, libre de su profeminismo - curiosamente la otra excepción es Shin heike monogatari - lo que lo hace especialmente sabroso para ciertos paladares.
Caso que no es el mío, como pueden suponer a estas alturas.
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