Es cierto que el imperialismo y colonialismo europeo de hace un siglo utilizó métodos de conquista que poco se separaban de un auténtico exterminio, al igual que el gobierno de las colonias, aunque se disfrazase de misión civilizadora, poco se distinguía de una explotación pura y dura. Sin embargo, lo que ningún europeo podía concebir es que esos mismos métodos se aplicasen en el corazón de Europa, a la vista de todos, no en alguna parte remota del mundo, y por parte de aquel país, Alemania, que para muchos constituía el paradigma de la civilización y la cultura Europea.
Un país y una época de la que no cabía esperarse algo así, la guerra sin cuartel, cuanto más cruel, más humana, en palabras de los nazis, seguida de la sojuzgación y esclavitud de millones de europeos, y la aniquilación de todos los que osaban oponerse.
No es, por supuesto, que el europeo de aquella época fuera un ingenio. La primera guerra mundial, durante gran parte de su duración, había consistido en causar al enemigo tales pérdidas humanas, que decidiese tirar la toalla. Un objetivo en el que no se escatimaron, esfuerzos ni crueldades. Luego en las luchas ideológicas del periodo de entreguerras, la eliminación física del enemigo político se vio como algo tolerable, un mal necesario para construir la nueva sociedad y el nuevo hombre. Incluso en la segunda guerra mundial, el bombardeo de las aglomeraciones urbanas, primero de las británicas a cargo de la Luftwaffe, y luego de los alemanas a cargo de la RAF y la USAF, se vio como un medio más de librar y vencer la guerra, a pesar de las matanzas inhumanas que provocaba.
Sí, la guerra era brutal y cruel, todo los sabían, y parte de los crímenes cometidos lo fueron por ambos bandos, algo que en Nüremberg llevó a que Göering no fuera juzgado por las acciones de la Luftwaffe o que Döenitz no pudiera ser considerado responsable de la guerra submarina total llevada a cabo por Alemania.
Sin embargo, lo que nadie podía comprender, lo que nadíe podía concebir, excepto las mentes retorcidas de sus perpetradores, es que se pudiera asesinar a millones de personas sin motivo alguno, simplemente por estar ahí. A personas que no habían partipado en la guerra, que no se habían opuesto a las órdenes de sus conquistadores, que en muchos casos sostenían posiciones políticas cercanas a las de sus asesinos.
Un absurdo histórico que provocó que los aliados se negasen a creer las noticias que les llegaban, por increíbles, porque nadie se embarca en una empresa de ese tipo si no va a obtener un beneficio, el cual no se encontraba por ninguna parte. Una excepcionalidad que llevó a que los nazis se esforzasen por todos los medios en borrar las huellas de lo que habían cometido, como hacen los criminales vulgares, y no los constructores del futuro que ellos pensaban ser.
Por ello, podemos imaginar lo que supuso en 1944, la liberación del campo de Maidanek, cuando las tropas rusas ocuparon un campo de exterminio intacto, con sus hornos crematorios, y sus cuerpos a medio quemar.
Un espéctaculo que superaba todo lo que un europeo conocía hasta ese instante, ya que mostraba algo impensable, la industrialización del asesinato. Su concepción como una empresa, aséptica y abstracta, en la que se podía cooperar y colaborar, en la que los muertos eran simplemente cifras, a las que se podían aplicar las mismas ecuaciones y tablas que se utilizaban con coches, sillas o lámparas.
Un descubrimiento que quedaría eclipsado en enero de 1945 con el del centro neurálgico del exterminio,, Auschwitz, reducido a un esqueleto de lo que fuera, puesto que los nazis habían evacuado, en marchas forzadas en medio del invierno, a sus internos, pero en el que aún era posible hacerse una idea de lo que había ocurrido.
especialmente, en los almacenes donde se almacenaba la materia prima recolectada en el campo y que luego sería utilizada para tejer ropa de abrigo para la raza superior, como el pelo humano, cortado un poco antes de gasear a sus portadores y que estos visitantes asombrados se pasan entre sí.
Sin embargo, las imágenes que todos recordamos, que han quedado grabadas en las retinas de todos no provienen de ningún campo de exterminio, son de un campo normal, Bergen Belsen, liberado en la primavera del 45, donde se muestra bien a las claras el horror que esperaba a todos los que no perteneciesen a la raza superior o se opusiesen a los designios.
Desde las miradas alucinadas de los internos...
..al cuidado con que toman algunos su primera comida decente en quien sabe cuanto...
...o los muertos en vida que no sobrevirán mucho más, pero que aún a pesar de todo siguen siendo seres humanos...
...o los inmensos montones de cadáveres, que los guardianes del campo han abandonado para que se pudran...
Sin embargo, ceñirse demasiado a los horrores implica dar demasiada importancia a sus perpretadores. Darles en cierta manera la razón, suponer junto con ellos que esto era inevitable, cuando la realidad es que hubo seres humanos que se opusieron a esto y lo combatieron, y que demuestran, para nuestra vergüenza, que si todos nosotros hubiéramos dicho que no, este absurdo no hubiera ocurrido nunca.
Gente como la resistencia Danesa, que evacuó a sus judíos a Suecia y los libró de las garras de la Gestapo. O como Hans Rolf, el soldado alemán que fue destinado a Auschwitz, lo vio todo, y se negó a participar en las acciones de exterminio, a pesar de ser amenazado con la muerte, y que luego testitificó contra los asesinos de la SS y fue nombrado miembro honorífico de la asociación de prisioneros supervivientes.
O por decirlo con una imagen, el agradecimiento personificado en esta prisionera de Bergen Belsen, ante la llegada de sus libertadores.
Una imagen ante las que todas las mentiras de los sofistas actuales se desvanecen.
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