En entradas anteriores (aquí y aquí) había resumido mis impresiones sobre The Golden Notebook de Doris Lessing. Mejor dicho, había confesado mi imposibilidad de decir algo que resumiera esta novela (en otras palabras, ponerle una etiqueta) dada la variedad de temas que abarca, incluyendo contrarios, contradiciéndose, y finalizando sin conclusión clara, al menos para el que realmente quiera verlo.
Sin embargo, una de las cosas que más impresiono, fue la introducción que Doris Lessing escribió una década tras la publicación de la novela. Un texto en el cual Doris Lessing se vuelve hacia nosotros, lectores y críticos, y nos suelta cuatro frescas metodológicas, cuatro frescas que siguen siendo perfectamente válidas hoy en día.
Simplemente su acusación estriba en que no nos acercamos de manera "inocente" a los objetos de arte. Venimos armados de ideologías y fundamentos teóricos, prejuicios al fin y al cabo, y buscamos que el texto, el objeto, nos las confirme o no, aceptando o rechazando ese objeto en función de su adecuación a nuestros presupuestos de partida. En otras palabras, nadie espera ni quiere, que el texto pueda criticar o desmontar nuestro pensamiento, nuestras ideas o errores más querido, sino que lo que realizamos es el proceso contrario, la crítica y la disección del texto, creyendo de antemano que estamos en lo cierto.
Es más, incluso aunque tolerásemos ese fallo metodológico, al fin y al cabo, todos tenemos unas ideas que pensamos universales y que deseamos que fueran compartidas y aceptadas por el resto de la humanidad, existe otro error aún peor para Lessing, el hecho de que muchos lectores y la inmensa totalidad de los críticos, no se acercan al texto para ver que dice éste, sino que parten de lo que ya han dicho otros, las famosas autoridades, buscando en el texto lo mismo que esas autoridades han creído o imaginado descubrir.
Así si un texto ha sido etiquetado como feminista, los lectores intentarán buscar esa tesis en todos sus rincones, y lo mismo ocurrirá si ha sido etiquetado como fascista, conservador, progresista, comunista, étnico, nacionalista, formalista, o lo que queramos pensar.
Ninguno buscará extraer sus propias conclusiones, entre otras cosas porque supone un inmenso trabajo extra para el que nadie tiene normalmente tiempo, pero que no deja de ser una excusa y una falta de integridad, algo que a Lessing le enfurecía bastante, especialmente cuando le decían que su novela quería decir tal cosa porque tal autoridad así lo había dicho y obviamente no podía discutirse dada su importancia y su prestigio.
No es el único ambiente donde esa ceguera mental, o mejor dicho el andar por la vida con anteojeras ideológicas, como los burros, sea una constante. En mi biblioteca figura una de las desilusiones lectoras más grandes que he tenido, un libro de casi 800 páginas llamado La lucha de Clases en la Antigua Grecia de G.E.M de Ste. Croix. Sólo por el título ya me interesó, puesto que cualquier lector de las fuentes grecorromanas, en especial, Tucidides, Polibio, Plutarco y Apiano, sabe, como detrás de las guerras civiles que asolaron Grecia en el siglo V a.C. y Roma en los siglos II y I a.C, estaban las condiciones económicas y las división en clases.
Una mundo fascinante y cambiante, cada vez más parecido al de nuestro presente y nuestra historia más reciente, que merecía un análisis en profundidad y del que este libro parecía ser muestra... si no fuera porque las cien páginas del principio se gastaban en demostrar la ortodoxia marxista del escritor y su análisis, algo en que se volvía a repetir, por si alguien no se había enterado, en la cien últimas, y que viciaba todo el análisis embutido entre medias, en el que sólo se señalaba aquello que servía a la tesis, dejando sin nombrar todo lo que no parecía pertinente, y negándonos la oportunidad de conocer esa época en profundidad y de juzgar por nosotros mismos.
O como es el caso de la crítica de cine, donde parece necesario, antes de poder escribir, jurar lealtad a las autoridades y sus principios, sin pensar si esos principios siguen siendo válidos, para aplicarlos luego indiscriminadamente con el objetivo de determinar cual es el cine bueno y necesario.
Una postura completamente distinta a la del historiador, que intenta determinar como era el espíritu de una época, cuales eran los ideales artísticos a los que aspiraba (y digamos ideales en plural, puesto que en una época pueden convivir varios sueños completamente opuestos), y en que medida consiguieron alcanzarlos, evitando, en un primer contacto, comparaciones con el hoy y juicios de calidad, puesto que lo que nos interesa es conocer como eran esos antepasados nuestros tan olvidados ahora como lo seremos nosotros dentro de unos decenios.
Y es quizás, para el que pueda interesar, mi repugnancia por ese uncirse a una opinión crítica respaldada por la autoridades, y seguirla a rajatabla, lo que se esconde tras mi marcha de cierta revista de cine.
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