jueves, 19 de octubre de 2006

À Reims


Para un habitante de la península ibérica, visitar una de las antiguas ciudades de Europa es una curiosa experiencia.

A pesar de las guerras que nos han sacudido, y en especial la guerra civil de hace ya tantos años, la destrucción que han experimentado nuestras ciudades ha sido muy pequeña y apenas han quedado huellas de ella. Sin embargo, en aquellos países en los que se libraron dos guerras mundiales, es habitual encontrar, en medio del tejido urbano pertenecientes a siglos anteriores, enormes espacios vacios, donde las casas y la red de callejuelas que las unían han desaparecido por completo, sin dejar rastro, sin merecer ni siquiera una reconstrucción.

El testimonio de la inmensa destrucción que trae consigo las guerras modernas y del rigor, inimaginable para un español, con que fueron libradas antaño.

Reims no es una excepción. Durante la primera guerra mundial, aunque la ciudad permaneció en manos francesas, el frente se encontraba a unas cuantas decenas de kilómetros. Para ambos contendientes, la ciudad era un símbolo especial. En ella y en su catedral, se había procedido, desde tiempos medievales a coronar a los reyes de Francia. En cierta manera, la existencia de la catedral suponía la existencia de Francia, la certeza de que nunca sería derrotada.

Así que no extraño que la coronación en ella de delfín, en el siglo XV, supusiera una prueba de que Francia vencería a Inglaterra en la guerra de los cien años, como tampoco resulta sorprendente que, siglos más tarde, el alto mando imperial alemán decidierá el bombardeo de Reims, tomando como objetivo la catedral, para quebrar así la resistencia de los franceses.

Quien visita ahora Reims, se lleva la sorpresa de encontrar como la catedral se alza en un amplio espacio vacio, separada de las casas y las calles. Toda la zona circundante fue aplastada por el fuego de la artillería alemana y la misma catedral no se vio mejor librada. Sus techumbres se vinieron abajo, los obuses abrieron cráteres en el pavimento, y la torre norte se vino abajo, demolidos sus cimientos por los impactos.

Lo que queda ahora no es otra cosa que una reconstrucción del periodo de entreguerras. Una resurreción que no es más que un fantasma de lo que aquel edificio fue antaño

Otra de las víctimas fue su estatuaria, la obra de un genio desconocido del siglo XIII, mutilada en los casos en que hubo suerte, como en la fachada Oeste, reducida a polvo en las zonas más expuestas, como la fachada norte, visible directamente para los artilleros alemanes.


Por ello, el que visita Reims, debe recordar que la mayor parte de lo que ve no son más que reconstrucciones y que muchas de las estatuas han sido retiradas de la fachada, debido al estado, a la fragilidad, en que habían quedado. Afortunadamente, no han ido muy lejos, basta con acercarse al cercano museo diocesano, un lugar con dos grandes ventajas, una, estar a salvo de las hordas de turistas que pasean por el templo sin ver nada, otra, poder contemplar las estatuas a una distancia cercana y admirar sus detalles, en vez de tener que conformarse con adivinarlas suspendidas en la fachada, a una distancia de decenas de metros.


Es entonces cuando uno descubre la grandeza de los escultores de la catedral de Reims, grandeza que no estriba sólo en la calidad de su trabajo escultorico, sino en la originalidad de su programa.


En efecto, habría que esperar al renacimiento para encontrar unas estatuas tan corpóreas y tan sensuales como éstas, tan ricas en pequeños detalles, tan atentas al gesto, la postura, la actitud que las define. Unas formas de las que podría decirse que no difieren en casi nada del espectador que las mira. Algo que parece sorprendente en ese tiempo y en ese contexto, pero que para cualquier conocedor, es el producto de una tradición lara, de casi un siglo antes, mediados del XII, y de una serie de intentos y fracasos, la culminación la larga serie de catedrales góticas que se alzan a apenas cien kilómetros de Paris y cuyo estilo se expandiría a todo Europa.


Pero como digo, esa audacia de la forma es vencida por la audacia del pensamiento, hasta convertirse en una excepción que no volverá a verse hasta principios del siglo XX.


Estamos aconstumbrados a otra iconografía de Eva, la de lamujer que extiende la mano hacia la manzana, mientras Adan que la contempla, observados ambos por la serpiente que ha urdido todo el plan. En esta ocasión, sin embargo, Eva tiene en su regazo a la serpiente, a la cual acuna y acaricia, mientras que con una sonrisa, parece ofrecérsela a Adán... el cual unos metros más allá, retrocede aterrado, pero también con cierto placer y deseo.


La obra de un misógino, claramente, alguien para quien la mujer es la fuente de todos los males, la perdición de los hombres. Pero, al mismo tiempo, una representación única en la cultura occidental del concepto de pecado, o mejor dicho de la mezcla de fascinación y horror, de deso y repulsión, que provoca su contemplación y el ser llamado a participar en él.


Lo que, podríamos decir, es la esencia de la seducción. La invitación que se rechaza, para al final sucumbir a ella.

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