Normalmente, cuando pensamos en Oriente Medio, las imágenes que nos vienen a la mente, son las de arenas infinitas, oásis y palmeras, transitadas por señores de piel obscura que visten el pañuelo beduino.
Pero si multiple y casi infinito es el mosaico de razas y religiones que ocupan y cubren esa zona, no lo es menos el de paisajes que el viajero puede encontrarse, en apenas cien kilómetros, de las costas del mediterráeneo a los desiertos que ocultan los cursos del Tigris y el Eúfrates
Cerca de Latakia, la ciudad fundada por los Seleúcidas con el nombre de Laodicea, yace, sobre una colina, otra ciudad más antigua. La mítica Ugarit. Una ciudad que había sido ya olvidada hacía siglos en tiempos de los Macedonios, pero cuya historia abarcaba milenios. Una ciudad destruida una y otra vez, pero vuelta a fundar una y otra vez. Cimientos excavados en los cimientos, palacios sobre palacios, murallas sobre murallas, siempre para la eternidad, siempre orgullosa y poderosa.
Hasta que un enemigo, los pueblos del mar, le dio el golpe del que no habría de levantarse, allçá por el año 1200 a.C.
Antaño, Ugarit estaba a la orilla del mar, y a su puerto, en tiempos de la edad del bronce, acudían buques de todo el mediterráno oriental. Ahora, aquel puerto, está varios kilómetros tierra adentro, cegado por los aluviones de los ríos cercanos, rodeado por vides y olivares, por caminos y casas de labor. Su función perdida. Al igual que la razón de ser de la ciudad.
Un paisaje que bien podría ser el de Grecia, aquella Grecia de la que habían partido los macedonios y su rey Alejandro, aquella Grecia que bien podría ser el Sur de Italia, la Magna Grecia que conquistarían los romanos, o el levante de Iberia, ese Meditarráneo siempre igual en todas sus orillas, y donde fenicios, griegos y romanos, se sentían como en casa fuera a donde fueran.
Aún es posible distinguir los muros, excavados en los años 20 del siglo pasado, entrar por la puerta de la ciudad, recorrer las vastas salas del palacio y ver los inicios de las casas que llevaban a los pisos superiores, ya desaparecido. Aún es posible caminar por las calles, entrar a las mansiones de los comerciantes, apiñadas contra el palacio, y descender a sus panteones, situados justo en el medio de sus viviendas, los muertos viviendo con los vivos, como si no hubiera diferencias entre unos y otros, algo incompresible para nosotros, que nunca pensamos en la muerta y nos deshacemos de nuestros muertos en cuanto podemos.
Todo esto, como siempre en soledad casi absoluta, porque como ya he dicho, en Siria, el turista es una excepción.
De Ugarit, la ruta del turista suele llevarle al castillo cruzado de Saladinoy de allí al valle del Orontes, a Apamea y a Alepo.
Pero la ruta hacia el Orontes, no es una ruta sencilla. Desde Latakia, el terreno se va arrugando lentamente, colinas cada vez más altas, que se transforman en montes y montañas, en picos. La carretera, estrecha, apenas lo que basta para que pase un coche, se enrosca en las laderas, cada vez más empinadas, mientras que bosques, densos y de altos árboles, ocultan e impiden la visión.
Sólo de vez en cuando, al alcanzar un collado, se abre la vista, hasta el siguiente monte, más alto que el que se dejo atrás, hasta el valle profundo, donde corre un río, de aguas negras como suelen ser los de montaña.
Así ocurre cuando se llega a Saladino, sólo que allí, el río se divide en dos brazos, aislando una colina del resto de la cordillera, una colina, en la que en su cima, allanada a propósito se alza la fortaleza, un bastión que no son cuatro torres con cuatro lienzos de muralla, sino que es una ciudad entera, protegida por varias murallas concéntricas, y preparada por tanto para albergar a miles de caballeros, destinada a aguantar meses y meses de asedio, a soportar incontables asaltos.
Desde allí, no se llega a apreciar por completo la pericia de los arquitectos que construyeron aquel castillo, hay que descender por el camino hasta al río, vuelta tras revuelta, siempre a la vista de las fortificaciones, siempre a tiro de los defensores, para luego tener que reemprender la subida hasta el glacis que proteje la base de las murallas, en un ruta que no avanza recta, sino paralela al recinto amurallado, de forma que cualquier ejército perdería a muchos de los suyos en la ascención, hasta que la pendiente se termina, pero en vez de encontrarse en las puertas, se encuenta uno en un foso que divide la fortaleza en dos, con murallas a ambos lados, con paredes talladas hasta ser más lisas que el propio cristal.
Una fortaleza inconquistable, por tanto, pero que Saladino y sus ejércitos conquistaron en apenas una hora... porque aún no estaba terminada.
De Saladino la carretera continúa internándose en las montañas, subiendo y subiendo, hasta que los árboles desaperecen y ya solo quedan rocas, picos que aún se elevan sobre la cabeza del viajero, sin que aquello parezca tener fin.
Lo tiene sin embargo. Y ese momento no puede ser descrito. Hay que verlo. Y hay que detenerse para apreciarlo.
Ya no hay más montañas. A lo lejos se extiende una inmensa llanura, parda y renegrida en el horizonte, el primer anuncio del desierto, tornándose verde y geométrica a medida que desciende la vista, cultivo tras cultivo, el granero de Siria, el granero del Imperio, para romanos y seleúcidas, hasta que se descubre la razón, el río Orontes, río famoso entre los antiguos, puesto que en vez de dirigirse hacia el mar huñia de él, hasta que, cerca de Antioquia, giraba noventa grados hacia el Oeste y, tras un breve recorrido, se vertía en el Mediterráneo.
Toda esta visión, Desierto, Cultivos, Rios, desde un precipicio de casi dos mil metros de altura, del cual se desciende por carreteras imposibles, por laderas peladas, hasta el río Orontes
Y allí, en medio de los trigales, murallas, casas y calles ocupados por los cultivos, yace Apamea, otra de las fundaciones Seleúcidas, otra de las inmensas ciudades por excavar de la que está llena Siria. Una ciudad de la que parte calzadas hacia el norte, Antioquía, hacia el sur, hacia Hama, unidas ambas por una inmensa doble columnata de dos kilómetros de extensión, a cuyo lado se abría tienda tras tienda, comercio tras comercio, basílicas, palacios, termas, templos, circos y teatros.
Otra ciudad vacía. Otro espacio para los melancólicos.
Otro cementerio donde meditar sobre la inutilidad de nuestras pasiones, la futilidad de nuestras ambiciones, el absurdo de nuestra existencia.
2 comentarios:
Entro de nuevo para decirte que, de vez en cuando, abro el blog con cuidado y te leo.
No quiero interrumpir soledades innatas y me muevo con pasitos cortos y silenciosos. Entre susurros
Haz como si no me hubieras oído ... o acaso tienes el blog con un entarimado especial que suena cuando lo pisan para advertirte de los intrusos, como en Nijo-jo
Un abrazo
Alfredo
Tengo el blog lleno de trampas y alarmas... por eso le he detectado en cuanto ha entrado...
..así que tenga cuidado con donde pisa...
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