(Que otros canten a Marte... yo canto al amor)
Altri canti d'Amor... Di Marte io canto
(Que otros canten al Amor... A Marte yo canto)
Bastan estos dos versos para resumir el espíritu del Tardorenacimiento/Manierismo y el Primer Barroco, y porqué en tantos ámbitos, no sólo los artísticos, es tan parecido y cercano al siglo XX ya pasado.
Lo primero, porque, la cultura de aquel tiempo a caballo entre el XVI y el XVII se caracteriza por la paradoja, por la yuxtaposición de los contrarios, aparentemente insolubles el uno en el otro, como lo es el amor y la guerra.
Yuxtaposición que se convierte en amalgama y que logra que ambos conceptos, inicialmente opuestos, pasen a designar la misma experiencia.
De este modo el lenguaje de la guerra, las armas, la instrucción, la disciplina, la fortaleza, la fidelidad, el valor, los enemigos, la coraza con se proteje uno de ellos, el peligro que amenaza al soldados, los combates que le son cotidianos, los asedios en que se deciden las campañas, las victorias y derrotas que son su consecuencia, la muerte y el olvido que espera al vencido, la gloria y la recompensa que espera al vencedor, todos ellos son símbolo del amor.
Pero esta conquista, este batallar, no se traducen en posesión segura y eterna. Como el soldado, el amante no conoce si saldrá vivo de esa batalla, de ese amor, y al final, la gloria del amor, no es lo que viene despues, el reposo y el descanso, sino como en la guerra, el propio combate, la ambición que se enfrenta a cualquier peligro, que arrostra cualquier resistencia, por tomar la plaza y someterla... sin saber, como he dicho antes, si al final le espera triunfo o fracaso, vida o muerte.
No importa el resultado, en este mundo refinado y cortesano, la recompensa es tan grande, tan importante, tan definitiva, que la muerte pierde su poder, su irremediabilidad. Vivo está quien se atreve, muerto es quien no obra así. Aunque el fracaso sea seguro, aunque la derrota sea cierta, es más honorable vestir la armadura y lanzarse al combate, corto y furioso, que quedarse ináctivo, que esperar a esa misma muerte mientras la vejez disipa las fuerzas y el óxido corroe las armas.
La derrota siempre la tenemos segura, pero la casualidad puede llevar a la victoria, aunque sea breve y pasajera, y más dichosos serán aquellos, que incapaces ya de blandir la espada, puedan gritar al mundo, yo me atreví y luche, mientras que vosotros, todos vosotros, ni siquiera tuvisteis ese pensamiento.
La derrota es inevitable, sin embargo, se luche, se venza, se pierda, el fracaso siempre llega, tarde o temprano. Es entonces cuando aparece el lado amor, de la ecuación amor/guerra en este mundo Tardorenacentista. Una faceta que poco tiene que ver con el amor/pop de nuestra cultura, representado en los días de San Valentin y los regalos del corte inglés.
El amor en Monteverdi no es compañía, es soledad.
Una soledad que se sabe eterna, acompañada únicamente por el recuerdo de todo lo que se ha perdido y que nunca podrá ya recuperarse, y mucho menos, gozarse, sino es en los pálidos reflejos de la memoria.
La certeza de que la muerte está próxima. Peor. Que la muerte aún está muy lejana que tardará en llegar, y que en ese camino hasta el sepulcro, solo caminará a nuestro lado nuestra pena, que sólo nosotros escucharemos nuestros suspiros, que aunque los escuchase nuestro amado no supondrían nada para él, sólo servirían para enojarle aún más.
Palabras que desde nuestro falso romanticismo, actual, son solo letras vanas que nada representan, pero que la música de Monteverdi recorre y transmuta en todos los sentimientos imaginables e imaginados, atreviéndose a cambiarlos, con las misma fugacidad que lo hacen para aquel que ama, a mitad de un mismo verso, en medio de una misma palabra.
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