Se lo confieso desde el principio: mi gran descubrimiento de este año ha sido el cine de Eric Pauwels. Todo gracias a un ciclo muy fugaz que le ha dedicado el Cine Bellas Artes hace apenas unas semanas, del que sólo pude disfrutar una de sus obras: Les Films Rêvés (Las películas soñadas), realizada en 2010. Una obra que forma parte de un conjunto mayor, la llamada Trilogie de la Cabane (Trilogía de la cabaña), cuya primera entrega es esta Lettre d'un cinéaste à sa fille (Carta de un cineasta a su hija, 2000) que les comento hoy.
¿En qué consiste lo distintivo del cine de Pauwels? En apariencia, puede resultar muy sencillo, casi banal. Las películas de este cineasta belga, más que al cine documental, pertenecen a ese género líquido que se conoce como video-ensayo, una forma en la que tanto caben los youtubers/twitchers que nos hablan de su vida como los creadores experimentales más audaces. En sus mejores muestras consiste en hilar imágenes con una narración, de manera que ambos materiales se aludan el uno al otro, reforzándose, de manera que, en ocasiones, de su encuentro surjan posibilidades imprevistas tanto para el creador como el espectador. El material fílmico en estos videoensayos, dado su carácter de meditación personal, suele ser filmado con medios artesanales, de aficionado, por el propio narrador, pero nada impide que se trate de material encontrado, prestado, o que incluso se llegue a escenificar, como si de una producción de ficción se tratase.
En el caso de Pauwels, su método consiste en lo que el llama Potlach. Potlach, en antropología, denomina unos banquetes rituales -en origen practicados por los indios del Pacífico canadiense-, donde los organizadores rivalizan en asombrar a los invitados con su magnificencia. Son celebraciones gratuitas, sin que el anfitrión espera recibir pagos o recompensas, excepto el premio del prestigio que otorga deslumbrar a sus competidores. Triunfo que supone una preferencia dentro de la tribu, no acompañada de mando y de carácter temporal. En el caso de Pauwels, ese Potlach significa que este cineasta espera que sus amigos, conocidos y colegas de profesión le envíen material visual, filmado durante sus andanzas y experiencias, que luego él incorporará dentro de uno de sus ensayos fílmicos. Montaje que se realiza encerrado en la soledad de esa cabaña, situada en el jardín del propio Pauwels, que da nombre a esta trilogía.
Una trilogía que tiene un objetivo claro: responder a una pregunta crucial para todo cineasta, el porqué de la creación y, aún más importante, el para quién. Es decir, a quién se está dirigiendo con sus meditaciones visuales y qué se pretende comunicarles. O dicho de otra manera, el qué se quiere compartir y qué reacción se pretende conseguir del espectador con esas confidencias. Una pregunta que puede parece abstracta, lejana, un tanto ociosa, incluso pretenciosa, pero que Pauwels covierte en concreta, cercana, hogareña, incluso urgente. Envuelta en la inocencia -y la seriedad insobornable- que sólo puede provenir de la boca de un niño. Niño encarnado por la propia hija de Pauwels quien formula la pregunta crucial. ¿Por qué no haces películas para mí? No sobre mí, sino que me hablen a mí.
Las primeras, respuestas, es obvio, no son otra cosa que excusas: la diferencia infranqueable de edad, el olvido, experimentado por todos, de nuestra propia infancia, la incapacidad de salir de nuestro estrecho claustro mental, semejante, en cierta manera, al jardín y la cabaña en que Pauwels se encierra para crear sus cintas, son barreras infranqueables. Entre la persona adulta que somos y el niño que fuiemos media un abismo mental. Ya no somos capaces de imaginar cómo piensan los niños, mucho menos de dirigirnos a ellos. Preguntan cuyas respuesta, insuficientes, pero que en el caso de este cineaste no conducen a la renuncia o al abdicación, sino que sirven de acicate para salir al mundo y encontrar nuevos caminos.
¡Y qué camino más maravilloso éste! Pleno de vueltas y revueltas, bifurcaciones y veredas en los que extraviarse. con todo el placer, y en cuyo trayecto abundan los prados amenos, en los que abandonarse a perder el tiempo. O más bien a ganarlo. Trayecto que adquiere la calidad del sueño, su misma delicuescencia.
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