In the summer of 2009, with the acute crisis in the banking system sector having being cauterized, both the European and the American economies began to recover. But Aftershocks continued. With the insulation provided by the Fed and the Treasury, in the United States there aftershocks no longer manifested as acute stress in the financial system, but in misery spread across millions of households struggling with unaffordable mortgage payments and houses that were no longer worth the debt secured in them. The wave of foreclosures of American homes did not reach high tide until early 2010. Debtors continued to default, in other words, but their disaster did no pose systemic risks. They were the powerless ones who received precious little support from the Obama administration or anyone else. The main props to the economy other than the open-handed liquidity provision of the Fed were the automatic stabilisers of the fiscal apparatus. They left a deep dent in public finances, not just in the United States but across the advanced economies. In 2010 this would trigger a global backlash demanding a fiscal consolidation and a return to the agenda of fiscal sustainability that had been so widely touted before the fiscal crisis. Controlling the debt to GDP ratio became a mantra. After the largesse of the 2008 bank bailouts came austerity, although not for the same people, of course. But money is fungible. Ultimately, health care, education and local government services were all entries in the same budget that had to accommodate the cost of the crisis.
Adam Tooze, Crashed
En el verano de 2009, cuando se había cauterizado la crisis aguda del sistema bancario, tanto la economía europea como la americana comenzaron a recuperarse. Sin embargo, las sacudidas continuaban. Con la protección asegurada por la Reserva Federal y el Tesoro, en los EEUU estas sacudidas ya no se manifestaban como tensiones agudas del sistema financiero, pero la pobreza se extendió a millones de hogares, que luchaban con pagos hipotecarios que no podían cubrir, al tiempo que sus casas ya no alcanzaban el valor por las que las habían endeudado. La ola de liquidaciones de hogares americanos no alcanzó su máximo nivela hasta el comienzo de 2010. Los deudores continuaban quebrando, pero esos desastres ya no suponían un riesgo sistémico. Eran la gente sin poder, quienes apenas recibían ayuda de la administración Obama o de cualquier otro. Los principales apoyos de la economía, aparte de la generosa provisión de líquido de la Reserva Federal eran los estabilizadores automáticos del aparato fiscal. Ellos creaban un profunda mella en las finanzas públicas, no sólo en los EEUU, sino en todas las economías avanzadas. En 2010, provocarían un rebote que exigiría una consolidación fiscal y un retorno a un programa de viabilidad fiscal, del que se había presumido tanto antes de la crisis. Poner bajo control la tasa deuda-producto nacional bruto se convirtió en un mantra. Tras la generosidad de los rescates bancarios de 2008 llegó la austeridad, aunque no para las mismas personas, por supuesto. Sin embargo, el dinero es un fungible. Al final, la seguridad social, la educación y los servicios gubernamentales locales eran partidas de un único presupuesto que tenía que ajustarse al coste de la crisis.
Continuando mis notas sobre Crashed, esa magnífica historia de la Gran Recesión de 2008 escrita por Adam Tooze, transcurrido un tercio del libro se llega a una sorprendente paradoja. En el verano de 2009, la crisis parecía estar contenida, habiendo quedado limitada a los EEUU. Lo peor parecía haber quedado atrás. Sin embargo, unos años más tarde, en 2011, se había extendido a la Unión Europea, con una virulencia tal que pareció, por un instante, capaz de derrumbar su economía, arrastrando con ella al resto del mundo.
¿Qué había ocurrido? En primer lugar, cuando la crisis saltó a los periódicos, en el otoño de 2008, ya llevaba muchos meses de recorrido, con sucesivas quiebras de entidades financieras que iban empujando al sistema hacia su punto de ruptura. No sólo en EEUU, sino en UK y, por contagio, en la propia Europa continental. La perspectiva que se abría ante las autoridades monetarias era la de un efecto domino, al estilo del que ocurrió durante la Gran Depresión de 1929, que dejase fuera de combate al sistema bancario entero. Cortando el crédito a las empresas, que a su vez empezarían a quebrar y a dejar empleados en la calle, con el consiguiente crecimiento sin control del paro.
A esa cadena de acontecimientos no podía ponerse coto con los mantras liberales. El mercado, era evidente, no iba a regularse, y si lo hiciese podía ser con el coste de revoluciones y guerra. Al final de la presidencia de Bush hijo, famoso por sus bajadas de impuestos a los más ricos, se decidió que la Reserva Federal compraría los llamados activos "tóxicos", además de realizar el rescate de los bancos. Una medida que, cuando llegó a Europa, fue muy criticada desde los nuevos movimientos de izquierda, pero que en mi opinión y en la de Tooze, era inevitable. A menos, claro está, que se quisiese provocar una repetición de la Gran Depresión, con sus cifras desmesuradas de paro y una miseria generalizada de la población.
Lo que no se llegó es a constituir un nuevo New Deal. Era un sapo demasiado grande para que lo tragase una "inteligentsia" neoliberal, convencida de la infalibilidad de sus dogmas. Por el contrario, se empezaron a tomar medidas para que el coste del rescate bancario saliese de las partidas del estado de bienestar. Fue un error gravísimo. Como bien cuenta Tooze, la intervención estatal que se asocia a esos sistemas no sólo sirve para atenuar los efectos de la crisis en la población, sino para detenerlos. La financiación estatal en forma de medicina, educación, infraestructuras y subsidios de paro sirve para mantener en marcha sectores esenciales para el buen funcionamiento de la economía. Empresas y negocios que, en ausencia de financiación bancaria, se verían arruinados y arrastrarían otros sectores con ellos.
Esto fue lo que ocurrió en los EEUU, en primer lugar. Ya durante los meses finales de la presidencia de Bush, y luego durante la presidencia de Obama, supuestamente de signo contrario, nadie intentó aliviar la situación de quienes perdieron casa, incluso trabajo, por no poder pagar las hipotecas que el sistema bancario había reagalado a cualquiera hasta la víspera. Se había salvado a los bancos, con generosidad y largueza, pero la gente común fue dejada en la estacada. Aunque la economía comenzó a recuperarse, la crisis se trasladó al conjunto de la población, castigando a quienes menos culpa tenían, mientras que los más responsables del hundimiento, la élites financieras y políticas, se ibam de rositas. Las consecuencias políticas serían inevitables, pero asímismo impredecibles. Y no precisamente en el sentido de desacreditar al capitalismo, como veremos.
Lo peor estaba aún por llevar. Durante todos estos años, hasta 2010, Europa había considerado que la crisis no iba con ellos. Era un asunto de los EEUU, quienes se habían metido en ese atolladero por las políticas neoliberales de Bush hijo. Craso error, puesto que la City londinense ejercía de correa de transmisión entre ambas orillas del Atlantico. Los dos sistemas, el estadounidense y el noreamericano estaban íntimamente conectados, de manera que cualquier sacudida en uno se sentía en el otro. Así, cuando las medidas de salvamento tomadas por la Fed en 2008 cortaron los flujos transatlánticos, las instituiciones financieras europeas se encontraron sin liquidez. Tanto peor, cuanto nada se había hecho por clausurar en Europa la feria de las vanidades que había llevado a EEUU al border del abismo..
Las fichas de dominó comenzaron a caer y esta vez no eran sólo bancos, sino estados enteros Tal era caso de Grecia, Irlanda o Portugal, países que habían expandido su economía endeudándose sin límite, con el beneplacito de las autoridades de control europeas. La quiebra de un país, en una Unión Europea con un mercado y una moneda única, amenazaba a su vez con extenderse, como un incendio, a otros estados, hasta alcanzar y quebrantar los puntales del orden europeo: Francia y Alemania. De hecho, dos economías principales de la Unión, como la España e Italia, pasaron varios años en régimen de libertad vigilada, bajo una intervencións solapada a la que sólo le faltaba el nombre para serlo.
Según Tooze, no se tendría que haber llegado a esa situación o, como mucho, sus peores efectos podrían haberse evitado. La responsabilidad recae, por entero, en las altas esferas de la Unión Europea, quienes no supieron darse cuenta de algo esencial: una entidad supranacional debe adoptar medidas supranacionales. Por el contrario, se pensó que cada país debía salir de sus penurias por sí sólo, sin recibir ayudas de ningún tipo, al tiempo que se les hurtaba cualquier posibilidad de flexibilidad en sus mecanismos de gastos. Al banco central europeo no se le permitió retirar los activos tóxicos, fuera comprándolos o emitiendo bonos, como sí había hecho la Fed, mientras que la máxima prioridad se convirtió en proteger a los prestamistas y evitar el crecimiento del déficit estatal.
No es de extrañar que esas polítiticas, el llamado austericidio, no sirviesen de nada. En Grecia, los sucesivos préstamos sólo servían para pagar los intereses de los anteriores, sin contribuir a disminuir el monto de la deuda. Peor aún, disparándola casi de forma exponencial. Esto se veía agravado por la austeridad presupuestaria impuesta desde Bruselas, que cortaba el grifo a los servicios del estado y provocaba la caída en barrena de otros sectores, contrayendo el PIB y haciendo imposible pagar la deuda. Esta espiral descendente se reprodujo a otros países, caso de España, en donde el rescate bancario a fondo perdido, conjugado al límite de gasto, llevó al desmantelamiento del estado del bienestar, así como al agravamiento de la crisis.
Puntos que coincidían con el programa electoral del PP, imbuido de neoliberalismo, de antes y después de la crisis. Uno de manera directa, al permitir el adelgazamiento del estado, disfrazado de lucha contra la crisis, y la entrega en manos privadas de sectores esenciales, como la educación, la sanidad o los transportes. El otro, porque permitía recortar los derechos laborales, de nuevo en aras de capear la crisis, dejando todo listo para la uberización de la economía que tendría lugar al final de esta década.
Cambios catastróficos que no condujerona hundimiento del sistema, puesto que éste fue salvado en 2009, pagándolo todos menos las clases altas, pero que si iniciaron una tormenta política que aún no ha amainado. Y no en el sentido de avanzar hacia mayores cotas de democracia y progresismo, sino justo lo contrario, como veremos
Continuando mis notas sobre Crashed, esa magnífica historia de la Gran Recesión de 2008 escrita por Adam Tooze, transcurrido un tercio del libro se llega a una sorprendente paradoja. En el verano de 2009, la crisis parecía estar contenida, habiendo quedado limitada a los EEUU. Lo peor parecía haber quedado atrás. Sin embargo, unos años más tarde, en 2011, se había extendido a la Unión Europea, con una virulencia tal que pareció, por un instante, capaz de derrumbar su economía, arrastrando con ella al resto del mundo.
¿Qué había ocurrido? En primer lugar, cuando la crisis saltó a los periódicos, en el otoño de 2008, ya llevaba muchos meses de recorrido, con sucesivas quiebras de entidades financieras que iban empujando al sistema hacia su punto de ruptura. No sólo en EEUU, sino en UK y, por contagio, en la propia Europa continental. La perspectiva que se abría ante las autoridades monetarias era la de un efecto domino, al estilo del que ocurrió durante la Gran Depresión de 1929, que dejase fuera de combate al sistema bancario entero. Cortando el crédito a las empresas, que a su vez empezarían a quebrar y a dejar empleados en la calle, con el consiguiente crecimiento sin control del paro.
A esa cadena de acontecimientos no podía ponerse coto con los mantras liberales. El mercado, era evidente, no iba a regularse, y si lo hiciese podía ser con el coste de revoluciones y guerra. Al final de la presidencia de Bush hijo, famoso por sus bajadas de impuestos a los más ricos, se decidió que la Reserva Federal compraría los llamados activos "tóxicos", además de realizar el rescate de los bancos. Una medida que, cuando llegó a Europa, fue muy criticada desde los nuevos movimientos de izquierda, pero que en mi opinión y en la de Tooze, era inevitable. A menos, claro está, que se quisiese provocar una repetición de la Gran Depresión, con sus cifras desmesuradas de paro y una miseria generalizada de la población.
Lo que no se llegó es a constituir un nuevo New Deal. Era un sapo demasiado grande para que lo tragase una "inteligentsia" neoliberal, convencida de la infalibilidad de sus dogmas. Por el contrario, se empezaron a tomar medidas para que el coste del rescate bancario saliese de las partidas del estado de bienestar. Fue un error gravísimo. Como bien cuenta Tooze, la intervención estatal que se asocia a esos sistemas no sólo sirve para atenuar los efectos de la crisis en la población, sino para detenerlos. La financiación estatal en forma de medicina, educación, infraestructuras y subsidios de paro sirve para mantener en marcha sectores esenciales para el buen funcionamiento de la economía. Empresas y negocios que, en ausencia de financiación bancaria, se verían arruinados y arrastrarían otros sectores con ellos.
Esto fue lo que ocurrió en los EEUU, en primer lugar. Ya durante los meses finales de la presidencia de Bush, y luego durante la presidencia de Obama, supuestamente de signo contrario, nadie intentó aliviar la situación de quienes perdieron casa, incluso trabajo, por no poder pagar las hipotecas que el sistema bancario había reagalado a cualquiera hasta la víspera. Se había salvado a los bancos, con generosidad y largueza, pero la gente común fue dejada en la estacada. Aunque la economía comenzó a recuperarse, la crisis se trasladó al conjunto de la población, castigando a quienes menos culpa tenían, mientras que los más responsables del hundimiento, la élites financieras y políticas, se ibam de rositas. Las consecuencias políticas serían inevitables, pero asímismo impredecibles. Y no precisamente en el sentido de desacreditar al capitalismo, como veremos.
Lo peor estaba aún por llevar. Durante todos estos años, hasta 2010, Europa había considerado que la crisis no iba con ellos. Era un asunto de los EEUU, quienes se habían metido en ese atolladero por las políticas neoliberales de Bush hijo. Craso error, puesto que la City londinense ejercía de correa de transmisión entre ambas orillas del Atlantico. Los dos sistemas, el estadounidense y el noreamericano estaban íntimamente conectados, de manera que cualquier sacudida en uno se sentía en el otro. Así, cuando las medidas de salvamento tomadas por la Fed en 2008 cortaron los flujos transatlánticos, las instituiciones financieras europeas se encontraron sin liquidez. Tanto peor, cuanto nada se había hecho por clausurar en Europa la feria de las vanidades que había llevado a EEUU al border del abismo..
Las fichas de dominó comenzaron a caer y esta vez no eran sólo bancos, sino estados enteros Tal era caso de Grecia, Irlanda o Portugal, países que habían expandido su economía endeudándose sin límite, con el beneplacito de las autoridades de control europeas. La quiebra de un país, en una Unión Europea con un mercado y una moneda única, amenazaba a su vez con extenderse, como un incendio, a otros estados, hasta alcanzar y quebrantar los puntales del orden europeo: Francia y Alemania. De hecho, dos economías principales de la Unión, como la España e Italia, pasaron varios años en régimen de libertad vigilada, bajo una intervencións solapada a la que sólo le faltaba el nombre para serlo.
Según Tooze, no se tendría que haber llegado a esa situación o, como mucho, sus peores efectos podrían haberse evitado. La responsabilidad recae, por entero, en las altas esferas de la Unión Europea, quienes no supieron darse cuenta de algo esencial: una entidad supranacional debe adoptar medidas supranacionales. Por el contrario, se pensó que cada país debía salir de sus penurias por sí sólo, sin recibir ayudas de ningún tipo, al tiempo que se les hurtaba cualquier posibilidad de flexibilidad en sus mecanismos de gastos. Al banco central europeo no se le permitió retirar los activos tóxicos, fuera comprándolos o emitiendo bonos, como sí había hecho la Fed, mientras que la máxima prioridad se convirtió en proteger a los prestamistas y evitar el crecimiento del déficit estatal.
No es de extrañar que esas polítiticas, el llamado austericidio, no sirviesen de nada. En Grecia, los sucesivos préstamos sólo servían para pagar los intereses de los anteriores, sin contribuir a disminuir el monto de la deuda. Peor aún, disparándola casi de forma exponencial. Esto se veía agravado por la austeridad presupuestaria impuesta desde Bruselas, que cortaba el grifo a los servicios del estado y provocaba la caída en barrena de otros sectores, contrayendo el PIB y haciendo imposible pagar la deuda. Esta espiral descendente se reprodujo a otros países, caso de España, en donde el rescate bancario a fondo perdido, conjugado al límite de gasto, llevó al desmantelamiento del estado del bienestar, así como al agravamiento de la crisis.
Puntos que coincidían con el programa electoral del PP, imbuido de neoliberalismo, de antes y después de la crisis. Uno de manera directa, al permitir el adelgazamiento del estado, disfrazado de lucha contra la crisis, y la entrega en manos privadas de sectores esenciales, como la educación, la sanidad o los transportes. El otro, porque permitía recortar los derechos laborales, de nuevo en aras de capear la crisis, dejando todo listo para la uberización de la economía que tendría lugar al final de esta década.
Cambios catastróficos que no condujerona hundimiento del sistema, puesto que éste fue salvado en 2009, pagándolo todos menos las clases altas, pero que si iniciaron una tormenta política que aún no ha amainado. Y no en el sentido de avanzar hacia mayores cotas de democracia y progresismo, sino justo lo contrario, como veremos
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