lunes, 30 de julio de 2018

Cine Polaco (XLVI): Dekalog I-II (Decálogo 1 y 2, 1989) Krysztof Kieslowski




































En mi revisión de cine polaco he llegado, por fin, a una obra capital en la historia de esa cinematografía. Se trata de Dekalog (El Decálogo), serie televisiva de 10 episodios dirigida por Krystof Kieslowsky, que no sólo constituyó un hito en la carrera de ese maestro cinematográfico, sino que, además, con ciertas reservas, podría considerarse como su obra maestra. Aquélla en que cristalizó su estilo contemplativo y humanístico, pero aún no se notaban los resabios que ya eran visibles, según algunos, en su etapa francesa. En parte porque la pobreza de los ambientes retratados, una Polonia en los últimos estertores del comunismo, un barrio de viviendas cochambroso e inhóspito, impedían que el estilo de Kieslovski se permitiera alardes estilísticos. Por el contrario, domina una frugalidad espartana que obliga a extremar el rigor expresivo, a exprimir el significado de cada plano, de cada solución de montaje, hasta sus extremos lógicos.

Les explico esto. El otro día, siguiendo en twitter una cuenta en la que se explican soluciones visuales de los grandes maestros, vi que se denunciaba en los comentarios "la incuria estética del cine contemporáneo" en sus variantes comerciales. Aunque es una opinión que comparto, no me había sentido implicado hasta ayer mismo. Justo cuando comencé la revisión de los dos primeros capítulos de Dekalog. En cada uno de ellos había un momento crucial, que supongo subrayado así en el guión, que podría haberse ido al traste en manos de un director poco hábil... o demasiado contaminado por la urgencia y el efectismo reinantes. Y no estoy exagerando

En el primer momento, se describía la tragedía que le sobrevenía a uno de los participantes, incluyendo el momento en el que éste descubría su amplitud, aunque el espectador lo sospechaba ya desde unos pocos minutos antes. Pues bien, en todo momento la cámara se mantenía alejada del lugar de la tragedía, sin permitirse ni atreverse a acercarse. Ni ella, ni el protagonista, ni nosotros. Otro director nos habría llevado al centro de los hechos, acelerado el ritmo del montaje, abrumado con detalles escalofríantes y mostrado en primerísimos planos los rostros desencajados de los personajes. Para así, nos mentiría, hacernos partícipes del dolor, cuando en realidad nos estaría retorciendo el brazo. Sin embargo, Kieslowski se mantiene lejos. Con temor y respecto casi reverencial, cierto, pero también para mostrarnos que lo sucedido ya es irremediable. Ni él, ni el protagonista, ni nosotros, podremos cruzar los pocos metros que nos separan de las víctimas y hacer algo, aunque sea ínfimo, para ayudarles.

El otro, el ilustrado arriba, une a unos personajes, dos que habitan en el mismo edificio, otro que agoniza solo en un hospital, mediante lentos y ponderados movimientos de cámara. Pero el resultado es completamente opuesto al esperado. No hay comunidad ni solidaridad. Cada uno de ellos se ha aislado de los otros, se podría decir del mundo, y ahora habita su propia soledad.  Junto con los dilemas que se han concitado, las desgracias que se han granjeado, frente a los cuales nadie habrá de venir a salvarles, nadie habrá de ofrecerles una solución. Ni siquiera ellos mismos, extraviados en sus silencios, sus omisiones, sus negaciones. Sólo queda el azar y la casualidad, para bien o para mal, como alivio o ensañamiento , sin que podamos hacer para controlarlo y determinarlo.

Y llegamos al punto final. Dekalog, como habrán podido suponer, es una obra de ideas, profundamente filosófica, aunque no me gustaría decir teológica. Es cierto que cada episodio es una ilustración de uno de los mandamientos, la necesidad de amar a Dios sobre todas las cosas en el primero, la obligación de no tomar su nombre en vano en el segundo, pero las soluciones que propone Kieslowski son cualquier cosa menos dogmáticas. Ni siquiera son evidentes. En su lugar, reina la ambigüedad, como conviene a un tiempo de crisis, transición y transformación. De hecho, aunque cada capítulo ofrezca una resolución al dilema moral, ésta se mostrará incompleta. Quedaremos en la ignorancia de cuál será el resultado final de las acciones y las decisiones de los personajes. De si realmente los mandamientos o la existencia de algún poder sobrenatural, por difuso y leve que éste sea, servirán, sirven, realmente para algo.

Así, aunque en el primer episodio se proclame la existencia de dios y lo que ocurre pudiera ser interpretado como castigo por la extinción de la fe, substituida por la certeza científica, lo cierto es que el episodio acaba en la desolación extrema, en el absurdo irresoluble de la finalidad y utilidad del sufrimiento de los inocentes. Problema sin respuesta que por sí sólo podría justificar la rebelión en que culmina el relato. En el segundo, de forma análoga, la obligación de no jurar en vano se ve contrapuesta a la necesidad, no menos poderosa, de evitar un mal mayor, al menos en la mente del protagonista. Responsable y culpable así de un pecado al romper el mandamiento, pero completamente justificado para ello, dado su pasado y las desgracias que en el sufrió. 

Y que no puede tolerar padezcan otros.

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