En el Caixaforum madrileño se acaba de inaugurar una exposición que es de las esenciales de este año. Al menos para mí, ya que aúna dos de mis pasiones: la arqueología y la música. Su nombre es Músicas en la Antigüedad y tiene como objeto la reconstrucción, en la medida que los restos que nos han llegado y sus interpretación arqueológica nos lo permite, de la práctica musical en las cuatro culturas que dominaron el mundo mediterráneo durante la Edad Antigua: Mesopotamia, Egipto, Grecia y Roma. Una tarea ardua y difícil, que se construye sobre un doble silencio, el de la aparente ausencia de partituras que nos permitan interpretar y escuchar la música de esas civilizaciones, unido al hecho de que en muchos casos no sabemos como se pronunciaban esas lenguas. Ignorancia que puede sorprender en el caso del Latín y el Griego, centrales en la cultura de la Europa de la Edad Moderna, pero lo cierto es que la investigación reciente ha demostrado cuál lejos está la pronunciación real de la heredada, vía la iglesia en el caso del Latín, de su uso moderno en el caso del griego.
Ese silencio incómodo contrasta con el estado de nuestro conocimiento en otros ámbitos de esas culturas. De Grecia y Roma es tan extenso y profundo, que puede caerse fácilmente en el espejismo de pensar que nos es posible recrear sus modos de pensar, sentirnos como auténticos griegos y romanos. Nuestro saber sobre Egipto y Mesopotamia es mucho más fragmentario, pero aún así hemos recuperado lo suficiente de su arte y literatura, de sus sistemas de creencias y modos de gobierno, que podemos llegar a sentirnos próximos a ellos, aunque, de nuevo, esto sólo sea una ilusión. No nos damos cuenta de que nos falta un elemento esencial, sin el que toda cultura humana se ve mutilada: la interpretación y el disfrute de la música. Más importante aún si se tiene en cuenta que, en el pasado, la interpretación musical estaba a cargo de toda la sociedad por entero, ya fuera por su participación en los ritos religiosos o en los cantos de las fiestas comunales. Por poner un ejemplo de la pérdida que supone este silencio musical, sólo hay que pensar en cómo cambiaría nuestra percepción de la cristiandad medieval si su música se hubiese perdido. Si no contásemos con las partituras que nos permiten gozar del Gregoriano, la Polifonía, las canciones de los trovadores, o la larga tradición de canción profana.
No hallamos en medio de un erial, por tanto, en lo que se refiere a la música del mundo antiguo. Y sin embargo, la situación no es tan desesperada como podría pensarse. En primer lugar, la arqueología nos ha permitido encontrar instrumentos enteros, especialmente en las tumbas de Egipto y de Sumeria. Las magníficas liras y laúdes de ambas culturas se han hallado casi en su estadio original, con su colorido y decoración, habiéndose perdido sólo las cuerdas. Partiendo de ellos, se ha podido fabricar reproducciones, experimentar con su sonido, con todas las reservas y precauciones que pueden imaginarse. Nuestra suerte no se acaba ahí. Estas cuatro civilizaciones eran fervientemente iconofilas, hasta un punto que su vida diaria - o su idealización en forma de mitología - se representaban sobre casi cualquier soporte.
Nos ha llegado así información sobre otros muchos instrumentos que no han sido conservados en el registro arqueológico o que han sido hallados en forma fragmentaria, como ocurre con los aulos, oboes y trompas griegas y romanas. No sólo eso, esa obsesión de las cuatro civilizaciones con representar la cotidianidad nos aporta información sobre dos cuestiones esenciales: dónde se interpretaba la música y cómo se tocaban los instrumentos. Así, una de mis mayores sorpresas ha sido el uso atropopaico que ciertas manifestaciones musicales tenían en la antigüedad romana. Por ejemplo, crear una barrera sonora durante sacrificios e invocaciones, de manera que los espíritus malignos fueran mantenidos a distancia.
Asímismo, la pintura sobre cerámica griega nos enseña cómo se sostenían las cítaras: colgadas sobre el hombro, con una mano pulsando las cuerdas y la otra como medio para apagar el sonido cuando fuese necesario. De igual manera, para tocar el aulos - la flauta doble griega - se respiraba por la nariz y se inflaban las mejillas para crear una bolsa de aire - como si fuese la de una gaita - que permitiese un sonido constante, sin que la música fuese interrumpida al inhalar por la boca, como ocurre con nuestros instrumentos de viento. Por ello, en las representaciones de pinturas y estatuas, es corriente que el flautista aparezca siempre con los carrillos hinchados, incluso con unas bandas de tela ciñéndole la cara para impedir que se deformase con el esfuerzo.
Seguiría faltando, no obstante, algo esencial: las partituras que nos permitiesen conocer sus melodías, la teoría musical que nos facilitase reproducir su interpretación. En este último aspecto somos afortunados. La teoría musical de Grecia y Roma, la llamada modal, sobrevivió en varios manuscritos y fue adaptada por el cristianismo medieval, de manera que sigue influyendo en nuestra práctica presente, aunque sea de manera subterránea. La arqueología del siglo XIX y XX permitió hacer lo propio con la música mesopotámica, de la que se han recuperado numerosas tablillas en las que se mencionan escalas, intervalos y acordes. Los elementos básicos para construir una teoría musical y, más importante aun, una notación.
Y aquí es donde estamos de suerte. Porque tanto griegos y como mesopotámicos llegaron a crear notaciones, de ambas nos han llegado ejemplos que, en ocasiones, permiten una interpretación instrumental. Múcho más difícil en el caso mesopotámico, puesto que su notación parece reducirse a mera regla nmotécnica - o tablatura que indicase como pulsar el instrumento - sobre la que el músico construiría la melodía, el ritmo y el acompañamiento. Así, en casos como el del Himno a Nikal encontrado en Ugarit, del que se conserva una "partitura" completa, ésta se halla abierta a múltiples interpretaciones y plasmaciones, de las que he querido incluir dos, al final de esta entrada. Tan distantes entre sí, pero igual de bellas, teñidas de melancolía indefinible y, al mismo tiempo, de una turbadora cercanía. Quizas de origen, quien sabe, quizás heredada por el ejércicio de reconstrucción del musicólogo y el instrumentista, siempre pertenecientes a una cultura propia, de la que es imposible desligarse.
Con los griegos caminamos sobre terreno más seguro. Aunque no desarrollaron una notación rítmica, su poética se basaba en sílabas larga y cortas, de forma que siguiendo esa regla es posible reconstruir el ritmo sin errores. Además, los griegos crearon símbolos específicos para las notas, distinguiendo entre las cantadas y las tocadas, de manera que es posible asignar unas a las voces, otras al acompañamiento instrumental. Añádese que nos han quedado bastantes ejemplos de poemas notados, los suficientes para llenar un CD, y se producirá el milagro, poder recuperar la voz propia de esas civilizaciones mudas. Aunque, como siempre, quede una imprecisión insalvable, la de las muchas posibles plasmaciones, que quizás no sea tal. Porque hasta tiempos muy recientes, casi el siglo XVIII, la música no era exacta, sino que toda partitura era un cañamazo sobre el que el músico tenía libertad para tejer lo que se le antojara. Sin que eso supusiera desdoro, sino más bien gloria. Prueba de su talento.
Así, tras mucho esfuerzo investigativo, hemos podido escuchar música como la que abre esta entrada: El escólio de Seikilos. Epitafio musical dedicado por ese hombre a su mujer muerta, de nombre Erato, el mismo que la musa de la música . Obra donde se nos llama a vivir, con intensidad y sin pensar en el futuro, puesto que la muerte está próxima y es segura.
Sentimientos, certezas, en los que poco hemos cambiado en los dos milenios transcurridos.
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