Ya les había indicado la gran sorpresa que me supuso el encontrarme con Possession (Posesión, 1981) de Andrzej Zulawsli. Entre otras cosas, porque me suponía descubrir a un cineasta esencial cuya existencia me era completamente desconocida. Ignorancia incluso peor, sin disculpa posible, ya que su carrera se había desarrollado en paralelo a mi vida, en el último tercio del siglo XX, sin que su nombre llegara a mis oídos o le prestase atención. Se pueden imaginar mi curiosidad por descubrir si esa película era sólo un acierto aislado o bien, por el contrario, un indicio de todo un mundo personal. Único y propio. Intransferible.
Pues bien, Trzecia część nocy , realizada en 1971, ha venido a confirmar mis esperanzas. Posssession no fue una causalidad. Lo que allí me subyugó, y aterró en partes iguales, tenía raíces profundas, que se extienden a esta opera prima de Zulawski, rodada en su Polonia natal. Porque aparentemente Trzecia część nocy trata sobre la ocupación nazi de la ciudad de Lvov, polaca por aquel entonces, pero pronto se transfigura, se mueve a un terreno completamente distinto.
He utilizado la palabra transfiguración, al igual que habría podido utilizar la palabra transmigración. Es cierto que la base argumental de la cinta es bastante prosaica, anclada en la tragedia que supuso la ocupación nazi para la Polonia de los años 40. En la cinta se quedan registradas las múltiples arbitrariedades y atrocidades que fueron infligidas por los ocupantes: las redadas y deportaciones, la impunidad con la que actuaba el ejército alemán, dueño y señor de las vidas de los sometidos, el sentimiento continuo de precariedad e indefensión, frente al que la población civil intentaba defenderse poseyendo los documentos apropiados, aquéllos que demostrasen que se era útil, insustituible para el esfuerzo bélico del conquistador. Asímismo, aparece la resistencia, la necesidad ineludible de un compromiso social y moral, aunque sólo fuera como apoyo necesario para seguir viviendo, así como la guerra sin cuartel, sin prisioneros, que libraban contra la Gestapo y las SS.
Hasta ahí todo normal, similar a cualquier otra película que se propusiese hacer la crónica de esos tiempos obscuros, sin término ni esperanza visibles. Sólo que Zulawski lleva esa recreación hasta superar sus límites lógicos, hasta situarla y describirla en términos de auténtica pesadilla, de cumplimiento estricto de las profecías del apocalipsis, al fin hechas realidad pero sin promesa, compasión o justicia divina. No, sólo sus castigos, su crueldad y rigor, sin posibilidad de remisión, indulto o perdón. Así, todos los personajes que transitan por la película están ya muerto o van a estarlo pronto. Aunque no lo sepan, aunque pretendan negárselo.
De esa manera, en ese clima ineludible de fin del mundo, de tormenta y torbellino, de castigo implacable, expresado en grado sumo en la imploración por la muerte y en la negación de su alivio, la cinta va haciéndose cada vez más ilógica e incomprensible, más exasperada y desesperada. Su secuencia temporal se enreda y confunde. No sabemos ya qué ocurrió antes de qué, qué es un recuerdo y qué suceso presente, distorsión amplificado por la táctica de utilizar a un mismo actor para representar a personajes distintos. El tiempo de la cinta deviene así eternidad, sin haber tenido nunca principio ni aspirar alguna vez al fin. Fuera de él, jamás existió otra vida, otra existencia, otro universo. No de otra manera es posible entender, asimilar, que tantas peripecias cupieran en su lapso temporal, sino es porque ha permanecido así, inalterable en su crueldad, desde la creación primigenia del mundo.
Términos cosmológicos, metáfisicos, teológicos, que en otra película, más realista, sobria y morigerada, habrían quedado fuera de lugar, pero que en medio de la locura de la obra de Zulawski no pueden resultar más convenientes. Porque si la esencia del mundo es ser el infierno, si el apocalipsis no es un término a su existencia, sino el estado normal del mundo, no es de extrañar que los personajes acaben por ser poseídos por el mismo arrebato que caracteriza su tiempo. Que profeticen ese fin del tiempo, que declamen la verdad sin importarles las consecuencias, para ellos y para sus seres queridos, puesto que la muerte es ya segura y más conviene apresurarla que prolongar la tortura.
Aunque al final, la liberación de la muerte puede que no sea otra cosa que un espejismo. Porque quizás todo, lo vivido y lo sufrido, no sea más que parte de un ciclo, repetido eternamente, sin variación alguna.
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