Se acaba de inaugurar en el Caixaforum madrileño una amplia retrospectiva dedica al pintor catalán Ramón Casas. Este artista fue uno de los exponentes de un fenómeno finisecular propio del arte de Cataluña, que se suele denominar como modernismo o novecentismo, y al que alude la exposición con su subtitulo de "modernidad anhelada". Pues bien, debo decirles que acudí a esta muestra con cierta prevención y salí de ella algo disgustado. No por la calidad de las obras, que no quise estudiar con la atención que se merecían, sino por el acento que la exposición ponía en ellas.
Ese enfoque se intuye en el propio subtítulo que les indicaba antes. La tesis de la exposición consiste en hacer del ambiente cultural barcelonés de finales del siglo XIX un prolegómeno de la revolución estética europea que estalló a partir de 1900. No es que no hay parte de verdad en ello o que el arte de esa ciudad, en ese tiempo, no sea de particular importancia. Al fin y al cabo, Barcelona fue el lugar donde se desarrolló la obra de un arquitecto único e inclasificable, como Gaudí, mientras que en ese mismo ambiente dieron sus primeros pasos tres maestros absolutos de la vanguardia del siglo XX: Picasso, Miró y Dalí.
Sin embargo, en la revaloración de Casas realizada por la exposición de la Caixa hay un cierto tufillo a exageración. Un olor a rancio, a rancio moderno, que procede de los efluvios de dos nacionalismos en constante greña, pero en el fondo hermanos gemelos: el nacional y el catalán. Para el primero, ha sido una misión irrenunciable el recuperar el arte peninsular del siglo XIX, aunque para ello haya sido necesario exprimir al máximo la obra de los pocos pintores realmente valiosos, o, más habitualmente, encumbrar naderías que sólo servían para empapelar las paredes de los ministerios. Para el segundo, su búsqueda de una identidad propia distinta a la española le lleva a exigir que la Barcelona de finales del XIX se considere como una especie de Atenas moderna, de influencia decisiva y determinante en la evolución de la cultura europea.
¿Es así? Pues no, en mi opinión. Ocurre con Casas como con Sorolla, a quien se le considera en ciertos sectores como un artista revolucionario, cuando en realidad no hizo otra cosa que tomar los lugares comunes del impresionismo y adaptarlos al gusto del público burgués. Un público que, no se olvide, en la última década del XIX ya empezaba a tomar gusto al impresionismo y a gastarse grandes sumas en los cuadros de los maestros ya envejecidos. Algunos incluso, como Renoir, perdidos en un pantano de cursilería del que no les salvaba una pericia técnica perdida hacía ya decenios.
Casas, como viene a demostrar la exposición a regañadientes al compararlo con contemporáneos patrios y extranjeros, no es un revolucionario estético. Es un bohemio y un excéntrico, eso sí, con una clara disposición a adoptar las últimas modas culturales y las más recientes novedades técnicas. Casi como los hipsters de hoy que hacen cola días enteros para comprarse la nueva versión del iPhone. En ese sentido, es alguien muy atento a las nuevas tendencias y dispuesto a incorporarlas en su pintura... al menos aquellas que estaban de moda antes de 1900, puesto que a pesar de morir en los años 30, poco fue lo que llegó a pegársele de las vanguardias del siglo XX. Ésas que, supuestamente, anhelaba él y su tiempo.
E incluso de muchas del tercio final del XIX, porque, se quiera o no, sus cuadros no pasan de ser los de un pintor realista de gran capacidad técnica, que se permite añade a sus obras algunos desarreglos del impresionismo y un pelín de excentricidad bohemia. Pero, y esto es lo importante, nada que pudiera asustar a sus clientes, burgueses conservadores bien acomodados todos.
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