Emilio Vedova |
Algunas instituciones artísticas madrileñas, como la Fundación Juan March, mantienen en sus exposiciones un grado de valentía que se halla ausente en otras - sí, Museo Thyssen, me refiero a tí -, incapaces de salirse del marco realismo-impresionismo, a menos que procedan a descafeinar y desnatar los muchos -ismos contemporáneos. Ejemplo de esta "audacia" - porque ese concepto, se quiera o no, está reñido con la divulgación artística - es la exposición que se acaba de abrir en esa fundación, de título Lo nunca visto y dedicada a los informalismos europeos de 1945 a 1960, cuando este metamovimiento se cierra con la llegada del pop y la nueva figuración.
La valentía y la audacia estriban en que se trata de una exposición difícil de sentir, de apreciar y comprender por el gran público. No estamos hablando de una reformulación postmoderna de la historia del arte, como ocurría con la muestra anterior dedicada al Art Deco, donde se proponía la inclusión, como miembros de pleno derecho, de las artes aplicadas y decorativas, presentando para ello al público objetos que le resultaban familiares y cotidianos, cercanos a un gusto general que así se veía reivindicado. Tampoco estamos hablando - aunque esto se hallaría un nivel por encima en la escala de dificultad - de la revindicación de un personaje de segunda fila en la historia del arte moderno, como Depero, pero cuyo arte era lo suficientemente atractivo, multidisciplinar e impuro, comercial y desideologizado, como para fascinar a un tiempo como el actual, caracterizado por el postmodernismo - aunque la mayoría no sepa que lo es.
Por el contrario, la exposición actual es de las duras y puede provocar extrañeza, cuando no rechazo, incluso entre los aficionados más avezados. Simplemente porque se trata de abstracción y además de abstracción que no se propone ser bella, ni racional, ni equilibrada, ni simétrica
Esos fundamentos ideológicos desaparecen en el arte de posguerra. O mejor dicho, son otra más de las víctimas de la Segunda Guerra Mundial, ése conflicto bélico que arrasó Europa, dejándola convertida en un inmenso campo de ruinas. Una destrucción que no sólo se limitó a los objetos materiales o a las personas, sino que vació de contenido, de verdad y de legitimación a las ideas que habían regido Europa en los decenios anteriores, tanto politica como social y estéticamente. Ese tiempo nuevo de postguerra fue, con toda razón, el del existencialismo pleno, el de una filosofía para la que el mundo no dejaba de ser una inmensa broma pesada, un absurdo sin sentido al cuál habíamos sido arrojados desde la nada y del cual no habría otra salida posible que no fuera la nada.
Un pesimismo y una desesperación que en lo artístico quedan perfectamente reflejadas en las palabras de Francis Ponge: Estamos otra vez como el hombre primitivo, desnudos en el mundo. Los dogmas de la belleza griega, la historiografía, la fiestas galantes. Todas esas cosas ya no son pertinentes, como tampoco lo es la decoración. Qué vamos a decorar. Nuestras casas, nuestros palacios, nuestros templos han sido destruidos. Al menos en nuestro pensamiento nos parecen horribles.
Monika von Boch |
La abstracción del informalismo, por tanto, no es autista, no busca huir del mundo para encerrarse en la torrre de márfil, un reproche más que habitual - incluso justo - para la abstracción anterior, la originada en la Bauhaus y que tan bién quedó ilustrada en otra exposición precedente, la dedicada a Max Bill. El informalismo, por el contrario, es un grito silencioso, un intento desesperado por comunicar el horror que provoca la visión de un mundo devastado, del cual la belleza ha sido erradicada, y que el artista muy a su pesar, pero fiel a su compromiso, debe mostrar sin componendas, atenuaciones o desvirtuaciones.
La pintura, así, estalla sobre el lienzo, mientras que éste se rasga y descompone ante esa violencia. Los colores se yuxtasponen sin respeto a sus valores tonales, luchan y se retuercen, agonizan, buscan sobrevivir, aunque sea a costa de los otros, en unos lienzos donde capa de color se superpone sobre capa de color, mientras que los trazos no acaban ni completan, sino que se destruyen los unos a los otros, en reflejo de la guerra que no termino con la paz, sino que sigue presente, latente y adormecida, hibernando hasta que estalle la siguiente. Nuevo conflicto que será aún más cruel, aún más inhumano, aún más destructivo, pero no definitivo, porque no llegará a aniquilar una humanidad que vive y fructifica en la matanza y el asesinato.
Por supuesto, esa exasperación desgarradora inherente al informalismo no se puede mantener eternamente. Los pintores asociados a este movimiento, a medida que envejecían y se serenaban, acabarían siguiendo otros caminos muy distintos, mientras que aquellos que persistieron en su estilo primero terminarían perdiendo su mordiente. El propio movimiento se disolvería en los muchos Pops y los muchos nuevos realismos de la década siguiente, la de los sesenta, caracterizada por su vitalismo juvenil, por la seguridad y certeza del pronto estallido de la revolución definitiva, aquélla que traería la felicidad eterna y competa a la humanidad.
Todos sabemos lo que ocurrió con la década prodigiosa, así que no hace falta remacharlo. Sólo decir que en esa charnela estética de 1960, los informalismos tuvieron un último fulgor, hibridando su aspereza con el absurdo del Dadá, como muestran los decollages de Raymond Hains, auténticos cortes estratigráficos del sinsentido de una sociedad, revelado por la fermentación y putrefacción de sus carteles publicitarios.
Raymond Hains |
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