sábado, 6 de febrero de 2016

Paisajes Musicales Inexplorados: Pärt (y XXII)



Se puede decir que hay dos momentos decisivos en la música del siglo XX.

Uno tiene un padre y una fecha de nacimiento definida. Se trata de Arnold Schönberg y su segundo cuarteto de de cuerta, finalizado en 1908, origen de una serie de experimentos musicales en la atonalidad pura que le llevarán a crear y sistematizar el nuevo sistema dodecafónico. Ninguno de sus contemporáneos pudo escapar a la influencia devastadora de esa revolución, de forma que los más moderados se vieron obligados a transitar de la tonalidad a la atonalidad, mientras que la vanguardia de la experimentación se fue embarcando en soluciones cada vez más radicales: serialismo integral, música concreta y electroacústica, música estocástica, aleatoria e indeterminada, inclusión del ruido y del absurdo, en un búsqueda obsesiva de los límites que distinguen este arte del mero ruido.

El comienzo del segundo giro/metamorfosis es más difuso. En realidad deberíamos hablar de una larga transición acaecida durante los años setenta, al socaire del minimalismo, el postmodernismo y el triunfo definitivo del pop/rock. La música que va a surgir de esta metamorfosis se caracteriza por abandonar los aspavientos de la vanguardia anterior, logrando casi a relegarla al olvido, y podría considerarse equivocadamente como una vuelta atrás, como una reacción del tipo de los muchos "neomovimientos" restauradores que periódicamente se adueñan del sentir artístico. Sin embargo, y a diferencia de ellos -  en particular del neoclasicismo de la década de los 20 del siglo XX - estos nuevos músicos no proponen una restauración de formas y sonoridades ya caducas, ni sueñan con paraísos musicales que jamás existieron. Su mundo, para bien y para mal, es el de atonalidad, mientras que su mirada al pasado suele ser melancólica, pesimista y dolorida. Porque lo que quieren en realidad, es volver a recuperar la expresividad musical, la comunicación, intimidad y complicidad que los músicos del pasado - y los populares modernos - tenían con su público. 

Una búsqueda que, desgraciadamente, supone vagar entre ruinas, extraviarse en desiertos solitarios. Un auténtico via crucis estético del que uno de sus mejores representantes es el compositor estonio Arvo Part
Y no es un error, un cliche o una frivolidad hablar de via crucis, sino de un término utilizado con toda propiedad, ya que la figura y obra de Pärt  son de una complejidad y rigor extremos. Estamos hablando de alguien de profunda religiosidad, quien prácticamente no ha hecho otra cosa que componer música sacra desde los años setenta. Alguien que parecería fuera de lugar en nuestro mundo laico actual, más y cuando se considera que fue educado en la Unión Soviética, y de quien debería esperarse que su música sonase a falsa y forzada, peor aún, a imposición y fanatismo, propia de tantos que quieren volver a instalar teocracias.

No es así, sin embargo. La música de Pärt es de una sinceridad sobrecogedora, dotada de una belleza sobrenatural - pareja a los temas que trata - que se clava en el alma y permanece allí, dolorosa y doliente,  inaplacable e interminable. Es una música que surge de una profunda crisis espiritual, la de quien tiene que encontrar una razón al horror del mundo - todos debemos -, pero que además tiene que armonizarla con la creencia urgente e inapelable en un ser superior perfecto, todo amor y compasión. Un ser supremo que en su providencia por el ser humano, como consecuencia de su plan divino, creó el infierno que habitamos, imperfección visible que niega su omnipotencia y omniscencia de forma tan absolutav que no le queda, tampoco a él, otra salida que no sea llorar,  sufrir y penar con nosotros. A Él, quien está fuera del tiempo para toda la eternidad, quien está por encima de toda calamidad que aflija a sus criaturas.

La solución de Pärt es el dilema es la fe, justificada precisamente por las dudas y las contradicciones. Esa misma fe que no comparto, pero que en la plasmación músical de Pärt me emociona profundamente, me sobrecoge y acongoja , porque este compositor ha inventado todo un nuevo estilo, el tintinabulum, basado en el canto gregoriano, sólo para mostrarnos ese rostro, tenso y desencajado, de la divinidad. No existe, en la postmodernidad desengañada y desesperada en la que habitamos, otro compositor como él, capaz de mostrarnos los cielos en toda su gloria, en todo su éxtasis, donde se abolen definitivamente todas las cuitas humanas, todos lo dolores, todas las ansias y desesperaciones.

Un paraíso, que no por menos ilusorio, es menos bello, menos arrebatado y arrebatador.


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