martes, 24 de junio de 2014

Last Effort




















Si algo define a la última obra de Miyazaki Hayao, Kaze Tachinu o Se ha levantado viento, en una traducción más poética que la utilizada en la versión castellana, es su profunda y problemática ambigüedad.

En primer lugar, esta obra final del director japonés se aparta del modo en el que parecía haberse perdido en la última década, tras la irrupción en occidente de Mononoke Hime y el cambio radical en la apreciación del anime, o al menos del estudio Ghibli, por parte de la crítica especializada. Tanto Sen to Chihiro no Kamikakushi (El viaje de Chihiro, 2001) como Gake no Ue no Ponyo (Ponyo, 2008), con el breve interludio de Hauru no Ugoku Shiro (El Castillo Ambulante, 2004), supusieron una vuelta de Miyazaki a su vertiente más infantil, que no infantiloide, y que cimentó cierta idea popular de este director como personalidad amable volcada al mundo de la infancia, un Disney japonés, en definitiva.

Kaze Tachinu supone la vuelta del otro Miyazaki, de su personalidad más madura y dramática, tal y como había sido plasmada en Kaze no Tani no Naushika (Nausicaa del Valle del Viento, 1984) o la misma Mononoke Hime. Curiosamente, este giro hacia temas adultos y complejos conlleva de rebote el mayor defecto de la película, la clara disonancia entre el estilo de dibujo amable y agradable de Miyazaki y a la seriedad y falta de soluciones sencillas de los temas abordados. En cierta manera, algunas de las escenas principales de la película no llegan a alcanzar toda la intensidad que se proponen por el lastre del diseño habitual de este director, como si se hubiera necesitado un estilo más realista, el del mejor Ooshii Mamoru, por ejemplo, o al menos más duro y anguloso.

No es el único fallo visible de la película. Como es habitual en la obra de Miyazaki, la película parece terminar antes de tiempo, como si el límite de dos horas impuesto a una producción comercial fuera un corsé que le impide desarrollar enteramente su pensamiento, de forma que el autor prefiriese cerrar en falso la narración, antes que quebrar o apresurar el ritmo con el que la cuenta. De hecho, la obra más redonda y satisfactoria de Miyazaki no es una película sino el manga Kaze no Tani no Naushika, en el que miles de páginas y varias décadas de trabajo le permitieron expresar lo que quería decir con la extensión que él necesitaba.

Esta falta de resolución en sus tramas puede parecer un defecto grave, pero en realidad no lo es tanto, ya que a cambio Miyazaki nos obsequia con ritmos y progresiones narrativas casi perfectas, que durante dos horas se las arreglan para absorber al espectador en su propia lógica. Este talento de Miyazaki brilla especialmente en la manera en que este director ha abordado el género al que pertenece Kaze no Tachinu, el del biopic, que suele desembocar en una sucesión de escenas inconexas sin relación entre ellas, más allá de pertenecer a la biografía de una misma persona. Miyazaki, por el contrario, hace un uso magistral de las elipsis, saltando años enteros sin avisar ni añadir referencias cronológicas, y de las transiciones, en las que los sueños y las fantasías del protagonista sirven para cubrir los vacíos narrativos que podrían dar al traste con la película.

El director japonés consigue así un pequeño imposible, que creamos estar asistiendo a la maduración y evolución de una personalidad única, desde sus sueños de adolescente a su realización adulta, para culminar en una clara derrota final, anticipada desde el inicio del metraje. Ayuda a conseguir esta suavidad y fluidez en la narración el hecho de que Miyazaki se identifica claramente con el ingeniero aeronáutico cuyo biografía ilustra, a pesar de que sus ámbitos de trabajo no puedan estar aparentemente más separados. No obstante, en las concepción de Miyazaki esa idea es claramente una equivocación producto de un mundo moderno en el que Arte y Ciencia son opuestos irreconciliables. Sin embargo para el director japones, dibujante de primera, el ingeniero aeronáutico cuya historia narra es un hermano espiritual, si sólo porque su trabajo diario se basa también en el dibujo, en plasmar primero sobre el papel y luego en la realidad lo que aún no existe, en imaginarlo en la mente antes de que nadie fuera capaz de verlo.

Arte y Ciencia, por tanto, no son sino caras distintas de una misma experiencia humana, inseparables e indivisibles. Una conclusión que puede sorprendernos ahora, pero que se halla en el centro del humanismo renacentista, para el que la inteligencia y el saber humano no conocían límites y podían aplicarse a cualquier tarea humana, ideales claramente compartidos por el director japonés. La película por tanto, tendría un aspecto claramente positivo, muy propio de un Miyazaki cuyo compromiso político y social es más que conocido, pero por el contrario, reflejando esa ambigüedad esencial a la que hacía referencia, el tono de la cinta es claramente elegiaco y melancólico, trufado de presentimientos de un fracaso final irremediable, al que no podrán compensar los muchos triunfos anteriores.

El dilema, que Miyazaki ilustra de forma sutil y que pesa como una losa durante toda la narración, consiste en que la labor de este ingeniero no se realiza en un vacío histórico. Su trabajo, al igual que el de su admirado ingeniero italiano Caproni (o el del alemán Junkers) se realiza en un periodo de creciente militarismo y belicismo, en el que las soluciones totalitarias terminan por convertirse en las únicas posibles. El trabajo creativo, la destilación de la belleza encarnada por las elegantes máquinas volantes que diseña, se destina a la creación de armas de guerra, pensadas para la destrucción y para ser destruidas, generadoras de incontables muertes de las cuales el ingeniero, en su mesa de dibujo, es responsable en última instancia.

La necesidad de crear, como sea y a cualquier precio, irrenunciable e insobornable, como corresponde a cualquier auténtico artista, lleva por tanto a transigir, a contemporizar, a cerrar los ojos y refugiarse en un paraíso artificial, el de la creación y el diseño, que sólo puede ser temporal y pasajero. En ese sentido, Miyazaki ilustra a la perfección ese proceso de ceguera autoimpuesta, introduciendo aquí y allá pequeñas alusiones inconfundibles a la situación política, claras para cualquiera que conozca la historia de ese tiempo, pero no para el público en general, frente a las que nuestro protagonista vuelve la cabeza y se aparta, sin plantearse preguntas, para refugiarse en ese mundo del trabajo, del que espera, como un iluso, que nada habrá de expulsarle.

Es por ello, que dos largas escenas que pueden parecer accesorias, tienen una importancia capital. Por un lado la larga descripción del terremoto de Kanto de la década de los veinte, que prefigura los bombardeos americanos de la segunda guerra mundial, la destrucción de las ciudades japonesas, y la reconstrucción posterior. Momento agridulce, a la vez esperanzado y pesimista, que es resuelto en un sentido claro con la larga historia de amor del ingeniero con su futura esposa, que se resuelve en muerte, tras un breve e incompleto momento de felicidad.

Porque al final, Kaze no Tachinu, a pesar de hablar de un momento histórico preciso no es una película política, o al menos lo es mucho menos que otras obras más fantasiosas como es el caso de Kaze no Tani no Naushika. En realidad es una llamada a vivir, a aprovechar el momento, a dar lo mejor de sí mismo en lo que uno ama, antes que el tiempo nos robe todo, no sólo ese objeto que amamos, sino las mismas energías para hacerlo.

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