Cuando he vuelto a visitar esta mañana la exposición Alejandro Magno, organizada por la Fundación Canal Madrileña, iba dispuesto a escribir una entrada bastante dura. Afortunadamente, mi visita me ha permitido atemperar un tanto mis opiniones hasta el extremo de irme bastante satisfecho. Pero vayamos por partes.
La Fundación Canal se caracteriza por organizar exposiciones mastodónticas con las que llenar el espacio expositivo construido en los inmensos depósitos de agua de la plaza de Castilla, un espacio tan grande que el visitante tiende a perderse en él, y acaba por no tener tiempo ni fuerzas para examinar todos los objetos expuestos, sin contar que a pesar de su magnitud, las exposiciones de esta institución tienden a atraer multitudes, a pesar de ser de pago, con lo que el visitante no sólo se siente abrumado con la tarea que tiene por delante, sino que tiene que competir con otros curiosos tan cansados y desorientados como él.
En este caso, a pesar de sus ambiciones, que ya comentaré más adelante, la exposición Alejandro es casi intimista para lo que suele ser habitual en la Fundación Canal, ocupando sólo una pequeña fracción del espacio disponible. Además, por alguna razón extraña, la figura de Alejandro parece no ser ya atractiva para el ciudadano medio, quizás por eso de la crisis, y la exposición puede visitarse sin sentirse atrapado en una masa humana que se pregunta que hace allí realmente y cuyo rumor acaba por hacerse estruendoso hasta impedir cualquier intento de reflexión o meditación.
No es que esté libre de defectos, sin embargo. Por alguna razón, cuando visito estas exposiciones masivas, siempre tengo la impresión de que los redactores del texto en castellano están traduciendo de otra lengua y no conocen el tema del que están escribiendo. No es de recibo que una exposición que pretende dar una idea de lo que supuso la conquista de Oriente por Alejandro, esa conversión de una sociedad provinciana como la griega en una civilización universal y las repercusiones que su presencia tendría en esas tierra lejanas hasta casi 500 años despues, cometa errores como hablar de unas guerras persas en los años 490-480 a.C... cuando en la literatura castellana som conocidas como guerras médicas.
Por otra parte, no puede evitarse el tono infantilizador y simplificador en la presentación de esa época. Es cierto que poca profundidad puede darse a los escuetos textos que acompañan a la pieza, lo cual afecta también a cualquier catálogo de una exposición, que no pasa de ser una obra de circunstancias, una introducción que deberá ser completada por un esfuerzo lector del visitante. No obstante, llama la atención que sólo se presente una visión extremadamente positiva de Alejandro, sin tener en cuenta a las fortísimas voces críticas que ya surgieron sobre su figura en la antigüedad y que hacen extremadamente difícil establecer cómo era realmente, debido a la fuerte polarización de las versiones que nos han llegado (basicamente, Curcio Rufo, Arriano, Plutarco y Diodoro de Sicilia). Tampoco se nos indica el inmenso coste humano que supuso la conquista de Asia y, como en tiempos de la conmemoración del quinto centenario del descubrimiento de América, se prefiere hablar de encuentro, cuando tanto la expansión de Grecia por el Oriente, como su posterior retirada, fueron acompañadas de cruentas guerras, que, como en el caso de la rebelión de los Macabeos en Palestina, tomaron rasgos de conflicto ideológico.
No obstante, lo que hace grande a esta exposición es que gran parte de su espacio no se dedica estrictamente a Alejandro sino a la huella del helenismo en el Asia Central, en países tan de actualidad ahora mismo como Afganistán. Una historia aún casi desconocida para el gran público, poco consciente de esa pervivencia de Grecia en Oriente, y con enormes lagunas e interrogantes incluso para el especialista, ya que las fuentes escritas que hubieran podido ilustrarnos no fueron consideradas dignas de ser copiadas en los siglos que sucedieron a la caída del Imperio Romano, ya fuera por razones religiosas o porque su griego no era lo bastante puro, y porque el hecho de ser un lugar de paso, cruzado una y otra vez por conquistadores de otras civilizaciones ha llevado a que los restos arqueológicos hayan sido destruidos una y otra vez, patrón cuya última manifestación ha sido la furia destructora de los Talibanes Afganos.
Así, la exposición nos muestra uno de los fortines, el de Kurgasol, construidos por Alejandro en los confines de su imperio para mantener la frontera del Oxus, uno de esos descubrimientos arqueológicos de inmensa importancia, pero que nunca llega a las primeras planas de los periódicos, y que se halla representado por una bañera helenística que pueden ver en situ en la imagen que encabeza esta entrada. Más interesante aún, es el hecho, de que en esos límites extremos del imperio, en el reíno GrecoBactrio que se extendía por los territorios de Afganistán, Pakistan y Uzbekistan, en los reinos grecoindios que sucedieron a su caída y en el posterior imperio Kushan de primeros de la era cristiana, se produjo la eclosión del budismo Mahayana que luego se extendería por China, Tibet, Mongolia, Corea y Japón, pero sobre todo, la eclosión del arte de Ghandara donde los actores del drama teológico budista serían representados en el estilo de la antigua Grecia.
Tal y como es el caso de este fragmento de friso, donde el personaje en primer plano, que caulquier aficionado a la antiguedad grecorromana reconocerá como Hércules, no es tal, sino el Bodishatva Vajrapani, uno de los protectores y guías del Buda.
Detalle que a la mayoría de los visitantes se les habrá pasado por alto, y que hubiera podido ser señalado con una simplísima mención.
Pero ¡Ay! Qué ese no es problema de esta sola exposición.
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