jueves, 13 de agosto de 2009
Remove the wool from your eyes (y III)
Continúo aquí con esta serie de entradas sobre la magnífica edición de cine experimental americano post-1945 editada por la National Film Preservation Foundation de los EEUU como cuarto volumen de su colección Treasures From American Film Archives.
En este caso se trata de un larguísimo corto, (nostalgia), de más de media hora, realizado por Hollis Frampton en 1971, donde vemos en un plano estático, como una fotografía tras otra se van consumiendo sobre un hornillo hasta convertirse en un montón de cenizas. Estéticamente, el efecto conseguido no puede calificarse de otra manera que como hipnótico. No vemos colocar cada una de las fotos, sino que estas aparecen ya sobre el hornillo, dejando a nuestras mentes anticipar y adivinar, cuando comenzarán a marcarse sobre ellas las curvas de la resistencia al rojo, cuando comenzará a humear, cuando romperé en llamas, cual será el último fragmento reconocible en ser devorado, las mil y unas formas en que se retorcerá, animado por el mismo fuego que le consume, la manera en que los fragmentos de ceniza se repartiran.
Pero esto no esto no es todo. Estas imágenes no se muestran en silencio. Una voz, tranquila, disociada, casi de profesor que imparte una clase, narra cada una de las fotografías. Poco a poco nos damos cuenta de que quien habla es el propio autor, quien, en cierta manera está ajustando cuentas con su propio pasado, inmolándolo para deshacerse de él, recordando por última vez lo que cada fotografía que tomo supuso y representó en su vida, como si mediante ese acto se desprendiese de quien fue y se renovase... y en cierta manera fue así, porque ese corto no es ni menos que el aspecto último de la crisis del autor Hollis Hamptom quien, por esas fechas, dejo de ser fotógrafo, mejor dicho, perdió todo el gusto y el placer por capturar pedazos de realidad sobre rectángulos de papel, y se convirtió en cineasta experimental.
Pero aún hay algo más, lo que se nos narra y lo que vemos no está relacionado. La voz que nos habla, la supuesta voz del fotógrafo, nos describe fotografías distintas a las que contemplamos arder. Es sólo cuando ya hemos vistos desaparecer varias que descubrimos que no está hablando de la siguiente fotografía en la serie y desde ese momento, nuestra mente se esfuerza por memorizar todo lo que oímos, guárdandolo en el largo silencio que media entre que el autor calla y la fotografía termina por consumirse, para compararlo rápidamente con la siguiente imagen que aparezca, antes que está comience a arder.
Pero por supuesto, como habrán podido deducir este desfase implica que no veremos la última fotografía, que oíremos su narración, los recuerdos del autor, la importancia que tuvo, que podremos imaginarla, reconstruirla, pero nunca llegaremos a disfrutarla, y desde entonces nuestro placer se convierte en temor, en miedo a que la fotografía que vemos desaparecer sea la última, a que ése sea el fin del corto a que se interrumpa la serie.
Lo cual cuando ocurre, tiene un efecto devastador. Porque la fotografía perdida debía ser mucho mejor que cualquiera de las vistas. Mejor dicho, debía ser la fotografía, la que explicase y justificase todo.
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